jueves

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 11









–El gentilicio de los habitantes de este pueblo es loretino –continuó el parroquiano–. ¿Con quiénes tengo el gusto?
–Mi nombre es Ricardo. Y él es mi amigo Ojota.
–En realidad, me llamo Néstor. Pero hace muchos años que me dicen Ojota. Cosa de amigos. Al menos eso se supone…
–Un apodo bastante particular, por cierto. A mí me llaman Tino. ¿Y cómo se les ocurrió a sus amigos llamarlo de esa manera, Néstor?
–Resulta que yo estaba de novio con Pat… Y un día discutimos. Hasta ése momento me decían Néstor, salvo en mi casa que, desde chiquito me dicen Bubi… Bueno, le resumo: discutí con mi novia y en un arranque de furia le di un cachetazo. Como esos de telenovela. Me sentí… despreciable. Me puse mal. Triste. El peor tipo del mundo. Nunca le había pegado a una mujer. Todavía no le encuentro la respuesta a la pregunta “¿por qué?”.
–Porque se cegó –concluyó el parroquiano–. Cuando un hombre es invadido por la ira, enceguece. Es un huracán que puede arrasar con lo que se le ponga delante, así sea otro hombre, una mujer, un objeto…
–Sí, la verdad es que no me di cuenta de lo que estaba haciendo hasta que sentí en mi mano el cosquilleo del golpe. Y cada vez que me acordaba, cada vez que pensaba en esa sensación, me sentía un miserable. ¿Usted que haría si se siente así?
–Lo charlaría con mis amigos.
–¡Y eso fue lo que hice! Pero éste desgraciado y otro más se me rieron en la cara. Decían que no era para tanto, que era un exagerado. Incluso el otro me dijo que había hecho bien, que las mujeres muchas veces se lo merecen. No hacía ni un mes que O. J. Simpson había caído preso acusado de despachar al otro mundo a su esposa. Y me empezaron a cargar: “Cuidado con O. J.”, “Chicas, corran que llega O. J.”. Y de ahí me quedó el apodo, como se imaginará.
–Mejor que Bubi es, ¿o no? –Intervino Ricardo mientras se servía otra caña.
–Tal vez –dijo el parroquiano, girando el vaso entre sus dedos. Se quedó unos segundos en silencio–. Escuché que dejaron el auto en el taller de la ruta...
–Sí, en lo del Gato. ¿Lo conoce? –Preguntó ansioso Ricardo.
–Acá, en Loreto, cada uno conoce a quien quiere conocer... –Los ojos del parroquiano se encendieron, esperando la pregunta que llegaría formulada de una u otra manera.
–Y nadie quiere conocer a Barragán –apostó Ricardo.
–De Barragán se han dicho muchas cosas.

Del apellido en adelante, las palabras del parroquiano se disolvieron en el aire dándole paso a un silencio brillante y tenso. Ojota hizo fuerza para que sus ojos no se parecieran al dos de oros. El parroquiano liquidó de un movimiento el contenido de su vaso y se incorporó lentamente. Evidentemente, sabía lo que hacía y cómo lo hacía. Era mucho más alto de lo que podía suponerse por su forma abultada de sentarse, reclinado sobre la mesa. Se acercó a paso lento a la barra y se sirvió una caña de la botella de Ricardo, que lo miraba fijamente. Hizo un extraño ademán con las piernas y se acodó en la madera. Bebió un sorbo extraordinario, se pasó la mano por la boca y continuó:

–Se dijo que hizo un pacto con el Diablo. Que existe desde siempre. Que es inmortal. Barbaridades... Barragán llegó a estas tierras hace muchos años, cuando este pueblo apenas era un puñado de casitas de emigrados de la vida que buscaban, lejos de Villa Federación, un lugar donde asentarse. Una comunidad perdida en la nada, sin rumbo y en manos de un déspota sin escrúpulos ilusionó a un puñado de almas y las sometió al punto de arruinarles los cuerpos y las ideas. Las nuevas generaciones no eran el futuro, eran sólo los repuestos de sus mayores, la continuidad del sometimiento. Esta llanura infinita es un mar bravío cuando el tiempo pasa y la pobreza se agudiza. Y ése es el combustible para encender la llama de la rebelión. Aquel a cuya vida no se le reconoce valor, no tendrá ningún respeto por la vida ajena. Muchas veces, ese combustible no encuentra el fuego apropiado y se seca, se extingue, se vence. En el caso de Loreto, ese fuego fue Barragán. Como habrán notado, los campos de acá, los que se extienden hasta donde llegan los ojos, son fértiles; los mejores para la cría del ganado y el cultivo de maíz. Ya se darán cuenta si pasean un poco. Algunos descreídos dijeron que la llegada de Barragán era un cambio para que nada cambiara. Sin embargo, aquellos que eran pobres dejaron de serlo: él hizo explotar riqueza y gestó un pequeño imperio oculto en la llanura más evidente. Ustedes se imaginarán cómo es la vida en un pueblo como éste. Familias que se han entrecruzado generación a generación... Les doy un dato: hace ya más de treinta años que nadie se instala en Loreto. Nadie nuevo. Las palabras corren como liebres, rápidas y a los saltos, de casa en casa. Lo cierto es que la gratitud humana tiene formas muy extrañas. Cuando el pueblo estaba en problemas, llegó Barragán para destronar al déspota y hacer realidad el sueño de esta gente: una casa, un trabajo digno, una vejez tranquila y segura. Desde el más viejo hasta el más joven, los loretinos viven gracias al corazón económico del pueblo: la Casa Barragán. Todo tiene su precio, como comprenderán. Y la gente de Loreto se convirtió en una muralla compacta, una fortaleza de silencio humano infranqueable. Pregúntenle a cualquiera, viejo o niño, y obtendrán el mismo resultado: silencio. ¿Por qué? Por gratitud. ¿Para qué? Para protegerse de algo que desconocen pero a lo que le temen al punto de la parálisis. Ya saben: las cosas, con el tiempo, se magnifican, se distorsionan; la verdad se deshilacha como un espejismo en las manos del sediento. De ahí en adelante cualquiera puede estar hablando con él.
–Incluso nosotros –intervino Ricardo.
–Sí. Incluso ustedes –respondió el parroquiano luego de sacudirse en una sonora y breve carcajada–. Si empiezan a preguntarse cosas de este lugar, la respuesta para la mayoría es una sola palabra. ¿Quién borró de la faz de La Tierra al déspota? ¿Quién salvó al pueblo de su desaparición? ¿Quién hizo instalar el único teléfono público que existe? ¿Quién le paga el sueldo a los pobladores de Loreto? ¿Quién es el hombre más respetado de toda la región? Barragán. –Hizo un silencio cortante marcando el punto final.
–¿Y usted por qué habla de él?
–¿Por qué no habría de hacerlo?
–¿Y a qué se dedica el tal Barragán? –Inquirió Ojota.
–Maneja negocios de los que conté que se pueden hacer en Loreto. Vacas, cereales…
–¿Y usted sabe si podremos encontrarlo? El Gato nos dijo que viniéramos a verlo a él –dijo Ricardo que tenía la sensación de ser escuchado.
–Lo que habría que preguntarse es si Barragán quiere verlos. Si es que no los está viendo en este preciso instante... –El parroquiano volvió a reír–. Espero que mi risa no los ofenda. El primer sorprendido soy yo. Pensé que iba a tardar mucho más en recuperarla. Volviendo a lo que los preocupa, yo puedo llevarlos en mi carreta hasta la Casa. Una vez ahí, será cuestión del devenir. Pero antes deben decirme por qué quieren verlo.
–El Gato nos dijo que el podría albergarnos esta noche. Como mañana por la mañana tenemos que retirar el punzuá... el repuesto para mi auto en la estafeta postal... Bueno... Nos dijo que eran amigos – se justificó Ricardo.
–Yo no diría que son amigos. Digamos que lo que los une es un riguroso pacto de hombres. Un “toma y daca”. Cuando el Gato llegó a estos lados vino con una carta de recomendación del único familiar que se le conoce a Barragán en Buenos Aires. Esas cosas de sangre que obligan a cualquiera a responder porque se juega el honor del apellido, ¿se dan cuenta?
–Yo no mucho –se resignó Ricardo.
–Le explico: suponga usted que el Gato necesita imperiosamente irse del lugar donde vive para refugiarse en el anonimato más profundo. No para ser alguien más en un montón; sino para ser otro sin historia. O al menos para poder cercenar algunos aspectos… ríspidos. Tomarse revancha, darse una segunda oportunidad; llámenlo como quieran... Y, como buen felino, es desconfiado por naturaleza; porque el apodo no le pertenece sólo por su cara. En su desesperación por salir de Buenos Aires, habla con uno de los pocos tipos a los que puede contarle de su necesidad de huir sin tener que enumerar asuntos turbios. A ese otro, alguien le debe algo porque la vida es una constante transacción económica, se entiende... Ese alguien es, casualmente, pariente de Barragán. Y como sabe que la sangre familiar es la única que se hereda, escribe una esquela que pone en un sobre y le dice al Gato que ésa es su carta de presentación. Le da una dirección de un lugar en medio de la nada. Sabe que no hay mejor refugio que esta inmensa soledad; que no hay mejor escondite que este paisaje que todo lo anula ante los ojos de los demás. Y así llega el Gato, pidiendo un favor. Barragán ama, y amará por siempre, a una mujer a quien ha elegido para el resto de su vida. –Hizo un respetuoso silencio–. Pero galantea con otra, dándole rienda suelta a sus más bajos instintos. Y esa segunda mujer queda preñada. Una aventura que no debería haber sido. Y a los meses nace una loretina. Todo en el más estricto de los silencios. Ñá Nélida, una de esas mujeres que caminan la huella del agradecimiento, fue al mismo tiempo sirvienta y carcelera de aquella parturienta. Hasta que la mujer, un día cualquiera, se fugó del pueblo, abandonando a su pequeña hija, a la que seguramente no amaba. La pobre Ñá Nélida estaba enferma y sólo un par de años de vida le quedaban cuando se hizo cargo de la niña. Su enfermedad avanzó hasta hacerle imposible la tarea, entonces llegó la hora de que el Gato, de una manera muy compleja pero simple de enunciar, mostrase su gratitud para con Barragán. Le pide, a modo de obligación moral, que cuide de su hija bastarda. ¿Los llevo? –El parroquiano sacó un fajo de billetes, seleccionó tres y los dejó debajo de su vaso, sobre el mostrador–. Ya está todo pago. Yo invito. Afuera tengo mi carro. Mientras lo preparo terminen sus copas.

El parroquiano salió sin esperar respuesta. Ojota se encogió de hombros. Ricardo meneó la cabeza y se clavó el resto de la caña. Revisó de soslayo los tres billetes y sacó un rápido cálculo: el pago del loretino incluía, sin lugar a dudas, el resto de la botella. Ojota sonrió con gesto lavado. Esperaba una palabra de parte de su amigo que sólo atinó a suspirar profundamente. Pasaron el umbral y se encontraron con una carreta que, del lado del conductor, tenía una suerte de linterna alimentada a kerosén. Ojota se recostó en la parte posterior, de cara al cielo. El parroquiano hizo un ruido apretado con los labios, aplicó un rebencazo en las ancas de los caballos y la carreta se devoró la noche. El aire fresco empezó a correr junto al carro. Ricardo disparó una admirable batería de preguntas que no preguntan demasiado y Ojota sintió un repentino asombro, un viso de fascinación por esa facilidad retórica. “Para vender hay que saber hablar sin decir mucho y no comprometerse jamás”, era un slogan de su amigo. Un rayo partió el cielo en dos y mostró una llanura oscura y tenebrosa. Algún murciélago sobrevolaba –o una lechuza–, ruidos entre los yuyos y los cascos de los caballos percutiendo en el camino de tierra. Las pocas luces de Loreto se iban perdiendo entre las sombras. Las nubes restallaban a ritmos sincopados con ribetes de un blanco plata. Se acordó de que la émula de Judy Garland era la hija bastarda de Barragán y no lo pudo creer. Inclinó un poco la cabeza y vio el perfil izquierdo de Ricardo y la espalda del parroquiano, cuyos hombros dejaban adivinar la fuerza que estaba haciendo con las manos para sostener firmes las riendas. El cielo volvió a sonar y el rebenque salió de la nada para imprimirse en la grupa de los equinos que comenzaron a galopar un más rápido. Por un momento, le dio miedo de que una de las ruedas se quebrara y que la carreta rodara por el suelo, en medio de la nada.

–Estamos llegando. Y me parece que le ganamos a la lluvia, nomás. Esas son las luces de la casa, las de allá. ¿Las ven?
–Por ahí está Barragán, entonces.
–Nunca se sabe.

Minutos después, se detuvieron frente a unas rejas no muy distantes de la casa. Una fina garúa empezó a bajar desde el cielo. Los caballos relincharon. La puerta se abrió y un peón joven apareció para abrir la reja. Tenía una boina oscura sobre la cual se le empezaron a acumular finas hebras de agua. El parroquiano entró la carreta y la estacionó cerca de la puerta de una casa que se imponía en medio de la noche, vecina a una nueva tormenta.