jueves

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 10









La puerta de la pulpería, en falsa escuadra, parecía imposible de cerrar. En los confines de Loreto, a un par de cuadras de la plaza, un sauce llorón le hacía de centinela, lloviendo sus hojas verdes y puntiagudas, perpendiculares al suelo. El pasto recortado de forma irregular y las matas crecidas casi donde se pierde la vista... Ricardo se acodó en la barra mientras paneaba con la vista los alrededores de su cuerpo. Se detuvo en una hilera de botellas atrapadas por el polvo y creyó reconocer, en una de las etiquetas, la estructura misma de un recuerdo lejano. Quizás fuera del mismo vino que había acompañado alguna de las multitudinarias reuniones familiares de fin de año. O alguna propaganda en blanco y negro, cuyos objetos eran coloreados por la fantasía. El pulpero lo miraba sin asombro mientras servía un tren corto de ginebras. Tres tipos entrados en años y uno decididamente viejo estaban sentados a una mesa al costado de la entrada. Arriba del mostrador, un manojo de salamines destilaba gotas de grasa que amenazaban con caer al piso. Una corte de moscas pululaba en los alrededores. La luz del atardecer, bajando en picada sobre el horizonte, le pintaba a una ventana un marco casi místico. Debajo de la ventana, un parroquiano estaba con los antebrazos cruzados detrás de una copa. Una campana de acrílico, que era un canto a la modernidad, albergaba una pila de quesos de campo; uno de los cuales tenía una incisión en V. El pulpero se acercó estirando una leve sonrisa. Les dio la bienvenida y les preguntó qué les podía servir.

–Yo quiero una caña. Si hay Legui, mejor.
–Sólo tenemos Mariposa, señor.
–Está bien. ¿Y vos, Ojota? –El pulpero desvió la mirada hacia Ojota, que se delataba ajeno a la zona con sólo mostrar su sombra.
–Una cerveza y una medida de ginebra. –El pulpero se fue haciendo un breve gesto con la cabeza–. ¡Qué lugar, Richie!
–Es pintoresco…
–¿No se te ocurre mejor forma de adjetivarlo?
–¡Uy! Disculpame, Borges.
–"Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música".
–¿Qué decís, Ojota?
–"El Fin", de Jorge Luis Borges –dijo el pulpero y les depositó el pedido delante de sus ojos–. Hay quienes dicen que escribió eso inspirado en estos pagos. Permítame que me entrometa... Sin ánimos de ofender, ¿qué los trae por Loreto? –Se restregó las manos en un delantal que lo destacaba del resto.
–El auto de mi amigo –dijo Ojota señalando a Ricardo con la cabeza mientras sus manos se ocupaban de mezclar los dos brebajes que tenía delante.
–Lo que quiere decir es que se nos rompió el auto en la ruta y por eso estamos acá –aclaró Ricardo–. Está en lo de un mecánico de la ruta al que le dicen el Gato. ¿Lo conoce?
–Acá uno conoce a la gente de por acá. Loreto es algo más que un pueblo chico: Loreto es una gran familia. Son pocos los cristianos que vienen de afuera. No es una zona con intereses turísticos, ¿me entiende?
–Nosotros vinimos a buscar un repuesto. Para mi auto. El que se rompió. Y este señor, el Gato, nos dijo que viniéramos… Y nos dijo que preguntáramos por el señor Barragán. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

El pulpero se quedó mirando a Ricardo sin hacer un solo movimiento, sin amagar a articular palabra. Su cara indicaba que la pregunta nunca le había sido formulada; que se la había devorado el aire. Un murmullo comenzó a llegar desde afuera. El pulpero levantó los ojos, pidió permiso y se retiró atravesando una puerta que daba a la trastienda. El murmullo anticipó a una media docena de jóvenes. Una cortina que había sido blanca se arremolinó en el marco de una ventana.

–Richie... ¿Por qué ninguno nos dice nada? ¿Viste cómo se quedan?
–Sí, como si estuvieran embalsamados.
–¡Qué los tiró de las patas! ¿Existirá el Barragán ése?
–¡¿Cómo no va a existir, Ojota?!
–Bueno, perdoná... Lo que pasa es que ya me empiezo a maquinar cualquier cosa. ¿Vos no?

Ricardo hizo un profundo silencio. Los jóvenes se ubicaron en una mesa cerca de la puerta. Los cuatro viejos terminaban las ginebras al unísono. Ricardo hizo un breve racconto de la gran variedad de pensamientos que se le presentaban cuando no recibían respuesta sobre Barragán. Y se dio cuenta de que él también dudó de su existencia. No de la de sí mismo, sino de la del misterioso amigo del Gato.

–Y sí... Alguna que otra cosa me maquiné. Pero la que más miedo me da es pensar que el tipo tenga un pacto con el Diablo o algo así. –Vio de reojo a los viejos que cuchicheaban algo y los miraban–. Y justo hoy que te decía algo de eso. No tendría que haber nombrado al Malo.
–Vos ves mucha tele, Richie. Estos pueblos son ideales para prófugos de la justicia, de ésos de los de antes. Los tipos salían pitando de sus escondites a estos páramos en los que la gente nace, crece, se reproduce y muere, apenas sabiendo que existe el océano. Por ahí el tipo éste es algo así como un revolucionario fugado que se cambió el nombre y
–Disculpá que te interrumpa, Ojota, pero acá nunca hubo una revolución y, menos que menos, un intento serio de revolución. Salvo que el tal Barragán sea del 1810.
–Si hizo un pacto con el Diablo, como vos decís, por ahí le pidió ser inmortal... ¿Nunca se te ocurrió que así el Diablo nunca puede cobrarse tu alma?
–No, no se me había ocurrido… Y tampoco me parece una idea brillante. Vos no tenés la más mínima idea de lo que puede ser el Diablo enojado por una viveza criolla como la tuya. Porque tu mayor problema, y te lo digo porque soy tu amigo, es que sos uno de esos ateos de todo que no creen en nada. Podés tener delante de los ojos a una bruja levitando que en vez de sorprenderte le empezás a buscar los hilos transparentes. Los pactos con el Diablo existen porque existen Dios y el Diablo, Ojota. Si no, los que son unos hijos de puta acá, en esta vida terrenal, no irían a parar a ningún lado cuando se mueran –sentenció y liquidó la caña de un trago corto y contundente.

A veces me parece que cree que yo no puedo pensar. Que lo único que me interesa son los autos, los billetes y las minas. Parece que no me conociera. Algún día le voy a mostrar mis versos y se va a caer de culo.

–Está bien, Richie. Está bien. Lo que yo te quería decir es… Ponele que fue guerrillero o un ideólogo revolucionario. Un tipo con un cerebro como el de él, hubiera elegido un lugar como éste para hacer otra vida. No una vida nueva, otra vida distinta de sí mismo.
–A ver… ¿Cómo sabés que el tipo es inteligente? Para mí que tiene poderes. –Estiró la mano y le señaló al pulpero otra caña–. Tiene sometido al pueblo con un hechizo. Lo inventó él y hace que la gente se pierda en el tiempo cuando lo nombran. Mirá. Ahí viene el pulpero y te lo voy a demostrar. Fijate. –El pulpero le sirvió la caña y le dejó la botella al lado.
–Sírvase todo lo que le guste, siempre es bueno tener invitados de Buenos Aires.
–¡Barragán! –Dijo sorpresivamente Ricardo.

El pulpero se quedó mirándolo fijo, sin modificar su cara ni su respiración. Ni siquiera gotitas de sudor le aparecieron en la frente. "Cualquier cosa, me llama", dijo y se fue.

–¿Ves? Cero al as. Nada. Como si se hubiera quedado vacío. Te lo digo yo, que una vez leí en el diario el caso de un loco en Italia que había hecho un pacto con Satanás. Decía que le pidió ser irresistible para las mujeres y que El Malo lo había convertido en una especie de máquina sexual y que todas las minas, absolutamente todas, ¡eh!, querían pasar por su cama: lindas, feas, flacas, gordas, blancas, negras, orientales, viejas, jóvenes… ¡todas! El tano decía que al Diablo se le había ido la mano, que había un error de interpretación en eso de irresistible y que ser una máquina sexual no era lo pactado. Quería reclamarle la potestad sobre su alma por incumplimiento de contrato. Pero nadie le creía, ¿viste? Como vos. Y una noche lo encuentran en plena posesión, endemoniado hasta la manija, rodeado de no se cuántas vecinas que habían caído bajo su influjo en una noche de luna llena y entonces fueron a llamar al padre Figlionostro que...

La carcajada de Ojota hizo que todos los pares de ojos de la pulpería fueran a parar sobre sus anatomías. Se agarraba la panza como si temiera perderla en uno de los estertores prehistóricos que brotaban de su pecho. Ricardo, colorado de vergüenza, se servía caña; aniquilaba el contenido del vaso y embocaba más líquido dorado en su interior.

–Hay momentos en que vos me tomás para la chacota y eso me vuelve loco –aseveró Ricardo, meneando la cabeza, buscando una razón a lo inexplicable en el corazón de la caña–. Dejá de hacer quilombo… Mirá cómo nos miran.
–No te pongas así, Richie –dijo Ojota secándose las lágrimas producidas por su risa–. No te tomo para la chacota. Pero date cuenta de que lo que me estás contando es gracioso.
–Gracioso para vos que, como no creés en el Diablo, no le tenés miedo. Ya vas a ver. Te vas a arrepentir al último segundo y El Barba te va a pasar, delante de tus ojos, todas las putas veces que dijiste que te cagabas en la religión.

Un silencio sepulcral se ciñó sobre la nochecita ventosa y nublada. Ricardo le pedía a todos los santos del cielo que nadie hubiera escuchado semejante conversación. Don Gervasio, el más viejo de los cuatro viejos, levantó una mano en señal de advertencia y luego se la llevó detrás de la oreja derecha para formar una extensión de su pabellón auditivo. "Ahora sí", se limitó a decir el anciano. Una verdadera alegría sana brotó de repente en el ambiente. Jóvenes y viejos fueron agarrando sus cosas, dejando dinero sobre las mesas. Todos menos uno: el parroquiano sentado bajo la ventana del fondo. El pulpero salió de la trastienda sin el delantal, con un saco sobre la camisa y un sombrero que sostenía con una mano y limpiaba con la otra.

–Dentro de un rato pasa el circo por la ruta. Es la única alegría que tendremos en estos días. Lo de la caña es a voluntad, si es que se van antes de que vuelva. Siempre es una alegría y un honor recibir a gente de otros pagos –dijo el pulpero antes de perderse por la puerta. Se quedaron los tres a solas.
–¿Qué hacemos, Ojota?
–No sé. Nos quedamos acá bebiendo hasta que alguno se empede y nos diga donde carajos está el famoso Barragán; o nos vamos a la ruta a ver pasar el circo con todos los lore... Lore¿qué? ¿Loreteños? ¿Loretenses?
–Loretinos –aseguró el parroquiano, con una voz grave que les llegó desde sus espaldas y les dirigió, por primera vez, la mirada.

Ya lejos de la pulpería, el puñado loretino se arrimaba al horizonte, bajo la escasa luz de la noche y el recorte amarillo de las linternas en busca del atajo hacia la ruta. El más viejo de los cuatro viejos se detuvo. Algo oía en el rumor del viento. El grupo quedó congelado: todos temían que los motores hubieran dejado de rugir allá a lo lejos donde sólo escucha el oído de Don Gervasio. Silencio absoluto. El viejo del oído infalible giró la cabeza en dirección al pueblo, más precisamente hacia la pulpería, y rotó como un radar. Con una mano detrás de la oreja, sentenció: "Está hablando Barragán".