jueves

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 9









El ciclista iba con la vista fija en el asfalto. No miraba la línea del horizonte para evitar sentirse pequeño. Las deudas son deudas hasta que se pagan. Pedaleaba a ritmo ágil pese a que la distancia recorrida no era poca. La vuelta iba a ser un paseo; haría zigzaguear la bicicleta de un borde a otro de la ruta; disfrutaría la brisa encadenarse en su enrulada cabellera. Comenzó a sentir el cansancio en las piernas. Levantó la vista y calculó que faltaban diez minutos para llegar, aunque lo hizo en dieciséis sin siquiera notarlo. Su único reloj era el biológico; el que demandaba cuidados, necesidades y placeres. Su puesto en la Oficina Administrativa del pueblo no hacía necesario un despertador: ¿quién podía estar apurado en Loreto? Sin embargo, todos y cada uno de los habitantes sabía, ante cualquier urgencia, dónde ubicarlo. El no era como su antecesor, Don Basilio M. Santamaría; encontrado muerto un lunes por la mañana detrás del único mostrador de la oficina. Don Basilio sostenía que la única manera de honrar el trabajo era cumplir estrictamente lo que Barragán decía que era correcto. Y si el propio Barragán (porque en esos detalles se notaba su mano invisible) hizo colgar un cartel que decía "Abierto de Lunes a Viernes de 07.30 a 12.00 y de 14.30 a 18" era porque había que estar allí en esos días en esos horarios. En el horario de almuerzo, se quedaba ordenando los escasos papeles, por si a algún Inspector (siempre un lunático con rango ministerial) se le daba por llegarse hasta ahí a revisar las cuentas. Nunca había visto a uno, pero les temía. Reconocer en don Basilio la virtud de la fidelidad laboral lo hizo sentir escapado; prófugo de sus deberes y obligaciones, de su honra. Aunque visto desde su perspectiva, no estaba menos que saldando una deuda de honor. Incluso Barragán, si era tan caballero como la gente pretendía, lo iba a entender perfectamente. Pensar eso le aflojaba un poco el miedo que le atenazaba las tripas. Pero, ¿quién iba a tener una emergencia justo esa mañana en que el dolor traspasaba las calles del pueblo más respetuoso? No se dio cuenta de que sudaba hasta que se pasó una mano por la frente.

El Gato seguía trabajando con la cara cerca del motor del auto. Meditaba si debía cambiar –alguna vez– esas actitudes poco decentes; aunque sabía que nunca iba a hacer semejante cosa. Y decidió seguir sacándole, sin culpas, un rédito económico a la ventaja que le daba el desconocimiento ajeno. Cuando escuchó el murmullo de las ruedas de la bicicleta en el camino de piedras supo que algo importante había pasado. Asomó la cabeza por el costado costado del capot: vio entrar a Dalmiro y sus signos vitales se detuvieron en una muerte diminuta. El ciclista vio el gesto impasible del mecánico y sintió la garganta seca. Se miraron fijamente para ver si se podían evitar las palabras.

–Lo que ata el destino es difícil de desatar, Dalmiro.
–Anoche se murió la mujer de Barragán. Con esta noticia doy por saldada mi deuda.
–Ahora ya no tenemos nada que reclamarnos, muchacho. Era sólo cuestión de tiempo.
–Precio caro, Gato, para un hombre joven como yo.
–Mas caro para mí que me queda menos de lo que vos viviste.

El Gato hizo un gesto con la mano y metió la cabeza detrás del capot. Los ojos se le inyectaron de ansiedad y la sangre corría por la pampa de su cuerpo a fuerza de los violentos topetazos del corazón. El fluir áspero por venas, arterias y capilares le dio una sensación de ensoñación corporal. Esperó hasta que dejó de escuchar el paso de la bicicleta y se incorporó. Recorrió con su mente los rincones del lugar y se decidió por uno oscuro aún de día. Apoyó las nalgas en una lata que servía de asiento y se puso a pensar. Contra lo que cualquiera que lo conociese podía suponer, a los cinco minutos había tomado una decisión y no encontraba nada en el mundo que pudiera cambiarla. Apuró su trabajo y en un par de horas, cuando la tarde dejaba caer el sol detrás del cortinado de nubes grises, dio un vuelco a la llave en el tambor y escuchó al motor dar una tos seca, comparable al estertor de agua que lanza un ahogado justo antes de volver a respirar. A la segunda vuelta, el motor respondió con un ronquido, con un ronroneo estable y armónico. Algo escuchó que no terminaba de gustarle y apretó el acelerador. Primero en forma suave y paulatina, luego un fugaz apretón no más allá de la mitad del recorrido del pedal. Lo sostuvo ahí. Cerró los ojos y calculó las revoluciones por minuto. Cuando sus ojos le mostraron lo cerca que había estado de acertar, sintió que esa satisfacción le hablaba del oficio bien aprendido. Lástima que Anita era mujer y que no podía trasladarle ese amplio saber que no ocupaba más que una pequeña porción de su cerebro. Ella era una chica de manos demasiado delicadas incluso para hacer trabajos que otra mujer haría sin mayores miramientos. Hizo dos o tres leves ajustes; revisó que las mangueras estuvieran bien apretadas; dio un sobrevuelo olfativo y cerró el capot como si cerrara un cofre con joyas. Un gemido suave se perdió en el silencio. Sacó del baúl unos paquetes irregulares que apiló prolijamente a un costado y guardó su caja de herramientas favorita, la primera de todas las que tuvo. Aunque no quería, miraba alrededor y cada objeto del taller tenía algún valor. Incluso las cosas más triviales. Los frascos con tuercas y tornillos; el almanaque de Pirelli en el que una chica de pelo dudosamente rubio dejaba sus tetas al aire; un cuadro que le hizo Anita con una lámina de Molina Campos recortada de unas de las pocas revistas que pasaron por sus manos; la azada, el rastrillo y la pala que usaba para mantener a raya a los pastos. También la bolsa llena de trapos. Y, en ese rincón oscuro, las latas de aceite, unas dentro de otras como mamushkas, sobre las que estaba sentado.

Entró en la casa y le ordenó a Anita que llenara un par de bolsos con la ropa que más quería y una o dos bolsas con cosas que no pudiera abandonar. Ella lo miró con ojos plagados de preguntas que no iba a hacer. El Gato meneó la cabeza y salió bufando al pasillo interior. Entró en su habitación y supo que la extrañaría. Había recreado en su cabeza, miles de veces, el momento de irse: como buen placebo, le permitió olvidarse de los sentimientos que le generaban el taller, la ruta, las puestas del sol, la soledad... Podía enumerar hasta el infinito. Miró el reloj. Decidió hacer no más de dos o tres manojos con ropa y calzado. Después, la esperaría al volante. Le iba a dar no más de veinte minutos para empacar. Ese era el tiempo que calculaba resultaría inofensivo para sus planes: de ahí en más, corría el riesgo de que la nostalgia por lo que iba a perder arrasara con toda razón y lógica. En medio de sus devenires vio sus manos seleccionar ropa con ademanes automáticos. ¿Era la que necesitaba y quería o era la que encontraba al paso? Algo de ambas cosas. Ya sabría en qué proporción cuando se odiara por algún olvido o se felicitase por algún acierto. Cualquier disquisición al respecto era una pérdida de tiempo y el tiempo perdido no se recupera. Terminó los tres atados y volvió a salir al pasillo. Pasó frente a la puerta de la otra habitación y vio a Anita cumplir la orden con esmero y delicadeza. Las ropas parecían espejos de lo indecible donde leía pasado, presente y futuro. En ese preciso momento, ella redondeó una pollera o un vestido y prefirió ser más discreto y dejarla a solas unos instantes. Se dirigió sin prisa al taller. Volvió a desandar lo andado porque había decidido que uno de esos atados de ropa iba a ser más seguro para el dinero que cualquier otro escondite. "Si querés esconder algo hacelo en el lugar más evidente", fue una reflexión que le había dado muy buenos resultados a la vista de lo años vividos en la llanura más despojada. Salió de la pieza con un paquete de tela del tamaño de una caja de zapatos infantiles, que no era otra cosa que la silueta enmascarada de unas pilas de billetes. La puerta del taller se abrió con un chillido. Metió las cosas en el baúl, abrió uno de los bollos y metió el dinero entremedio. Volvió a cerrarlo y, de puro vicio, fue a lavarse las manos en la pileta del fondo. Tomó un trapo limpio y se las secó. Lo colgó prolijamente por si a alguien, alguna vez, se le daba por revivir el taller. Se sentó en la butaca del conductor y cerró los ojos.

Cuando terminó de armar los tres bolsos con su ropa separada en primavera/verano; otoño/invierno; y medias, ropa interior y accesorios útiles, cargó un par de bolsas con pequeños objetos que resumían su vida en una retrospectiva breve y a los saltos forzados. Notó lo mismo que tantas otras veces: nada había de sus primeros años a excepción de un muñeco rasposo que decidió abandonar ahí sin saber si volvería a verlo. En el peor de los casos, estaba viviendo la inmolación de su más antigua referencia en este mundo. Se sentó en la cama y hamacó los pies entrecruzados; hizo un rodeo con la vista y se dejó caer de espaldas. Ya la llamaría el Gato. Hasta entonces, miraría las sombras en el techo: sombras que se confundían con manchas, sombras que se columpiaban en el cielorraso, dejándole adivinar la extensión del mundo. En un momento eran islas en medio del océano que mutaban en mariposas de extrañas formas que abrían sus alas para darle paso a la proa de un barco que –no lo sabía– era un crucero de placer. Estiró los brazos hasta que sobresalieron de la cama y sintió que la sangre se le agolpaba en las manos y en los pies, tironéandola hacia la tierra, haciendo fuerza para arraigarse y no moverse más. Quiso ser árbol. Definitivamente: permanecer incólume al paso de los días, rodeándose de una corteza áspera, echando raíces profundas que llegasen a las napas de agua subterránea, en el fondo, metros más allá de la tierra negra que sucumbe a las primeras paladas. La bocina histérica del auto la sobresaltó y tomó todos sus paquetes en un solo movimiento. Reflexionó un instante –el instante en que no debía dudar– y agarró el muñeco rasposo. Salió rauda de la casa, no pensaba en vacaciones, no pensaba en el por qué pero sí en el dónde. Entendía perfectamente que estaba en medio de una situación a todas luces anormal y por eso no le sorprendió que todas las puertas a su paso estuvieran abiertas, clamando por ser atravesadas. Amontonó las cosas en el baúl teniendo cuidado de no apoyar nada sobre la caja de metal verde oscura. Cerró el baúl por instinto y se sentó en el asiento del acompañante. El Gato arrancó el auto de Ricardo y salió sigilosamente hasta que las ruedas empezaron a desplazar el pedregullo. Completó un giro de 90º y el camino se abrió delante de sus ojos. La ruta era una áspera alfombra gris. El Gato miró para ambos lados, como si fuera necesario, y dobló hacia la izquierda. Anita se acomodó en el asiento y miró el paisaje con la frente apoyada en la ventanilla. Miró pasar los pastos a una velocidad creciente que terminó por convertirlos en una pincelada color trigo; pocos árboles; los postes del tendido eléctrico, mudos, propios del paisaje como el mismísimo Gato. ¿Adónde iban?