jueves

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 8









A media mañana, el Gato decidió echarle mano al motor del auto de Ricardo; darle algún que otro pequeño ajuste que lavara cualquier atisbo de culpa por estar estafando a un pobre diablo; un poco de limpieza que hiciera creíble que el punzuá era, sin duda alguna, el ventrículo izquierdo del carburador y el causante de la falla irremediable. Nadie podía hacerle una acusación muy grave por cambiar un punzuá innecesariamente pero, en definitiva, el desperfecto que dejó sin andar el auto estaba a la vista de cualquiera. Sólo había que saber mirar y de eso se trataba su trabajo. Antes de llevarlo al taller, apreció el móvil en silencio. Dio una vuelta a su alrededor; se asomó a ver el piso por debajo; se incorporó y miró de refilón el techo donde detectó una pequeña hondonada. Pasó el dedo por la huella del granizo, sacudió la cabeza y sonrió con maldad: "Que se joda", dijo en voz alta. No se explicaba la manía de dejarlo ahí afuera, debajo de un árbol ralo. "Y tiene que estar agradecido de que no le haya caído un rayo encima", concluyó. Arrastró el auto hasta el interior del taller. La luz de la mañana era oblicua y gris perlada. Un fuerte olor a tierra húmeda calaba hasta los huesos. El Gato se restregó las manos, inspiró hondo y comenzó a trabajar.

–Ah, no... Mi vieja no quería gastar plata en comprarme figuritas, así que me las tuve que agenciar por mis propios medios, Richie. "Si querés figuritas, ganátelas", me dijo mi vieja para terminar un conato de rebelión de mi parte. Cuando empecé a jugar, no te puedo contar la bronca que me daba perder. Odio, tenía. Entonces me senté en mi cama y me puse a pensar. ¿De qué manera podía ganármelas? ¿Te acordás de mi amigo Toto? Vos lo conociste… Bueno, Toto ya tenía sombra de bigotes (que a esa edad son toda una autoridad) y me dio una idea infalible: pasar por donde jugaban los más chicos con un chicle en la suela del zapato y pisarles las figuritas. Y lo hice. Parecía Fred Astaire. Tíkiti–chic–tac–tichik. A los pocos días ya me daba maña hasta para elegir cual quería. Incluso corriendo. Me molestaba un poco que el chicle se pegoteara en el piso, pero cuando eso dejaba de pasar y sonaba el tap, sabía que había pescado al menos una. En un par de semanas tenía un stock suficiente y empecé a practicar. Horas y horas, dale que dale con las chapitas; en el piso, contra la pared. El espejito, la tapadita, el chupi... Todos los estilos. Así fue como llegué a tener aquella colección que era la envidia de todos. Todavía tengo grabada en mi memoria esa de Carlos Monzón tirando un derechazo. Tenía una maza en vez de un guante. Era mi favorita.

Había terminado de barrer la cocina. Se secó unas perlas de sudor con el dorso de la mano y exhaló un suspiro sostenido. Vio la pila de platos secándose, uno sobre otro; más arriba, enseres domésticos jugando extrañas formas; un poco más alto, la ventana que daba al campo; allá al fondo, el horizonte plano; fuera de la vista, la ciudad soñada y, lejos, muy lejos, el mundo. Se detuvo en el cielo gris. Pensó que era el color que mejor la representaba. Dejó la escoba apoyada en un rincón y se sacudió el polvo de la ropa. Un polvo imaginario con toques de fantasía de Glittering Stars; flotando entre ilusiones inventadas de un príncipe azul que se parecía, con un poco de esfuerzo y buena voluntad, a ese muchacho porteño que estaba de paso por ahí. Movió la cabeza en círculos para aflojar un dolor en el cuello. Sus pasos de alpargatas no retumbaban en ningún sitio y se vio entrando en la habitación del Gato. Un montículo de ropa en un costado de la cama; las sábanas revueltas por un mal sueño; las cortinas de lona verde dejando entrar muy poca luz. Comenzó por la maraña de medias, camisetas y calzoncillos que clasificó ordenadamente por tipo de prenda y color. Una mezcla de aromas cruelmente cotidianos le retrepó la nariz y se instaló en un punto que podía identificar en el centro de su cabeza.

–Yo apuesto doble contra sencillo a que no es la hija. Si fuera la hija la hubiera presentado. ¿Vos ocultarías tan celosamente a una hija tuya, Ojota? –Lo miró con ojos inquisitivos–. Bueno... Viendo a un tiburón como vos, sí la ocultaría. Está bien –aceptó, mostrando las palmas de las manos–. Pero yo te digo que: punto 1, no es la hija; punto 2, no te conviene. ¿Mirá si tengo razón y es la hembra del Gato? Te vas a meter en un quilombo que te la voglio dire. Y yo no pienso meterme en semejante problema porque a vos se te calentó la cabeza. Lo único que deseo es escuchar cómo arranca el motor y terminar este endemoniado viaje. ¿Sabés que pensaba anoche, mientras a vos se te daba por roncar como un bisonte? Que lo único que nos falta es hacer un pacto con el Diablo. ¿Te imaginás al Malo saliendo con olor a azufre en medio del campo? Y no va que te dice: "A cambio de tu alma, te concedo tres deseos hasta el día de tu muerte". ¿Qué le pedirías, Ojota? Yo empezaría por una fortuna de esas que te dan tranquilidad para toda la vida.
–A mí, una vez, se me ocurrió lo mismo.
–Y… Una fortuna no es un deseo muy original. Es más, debe ser el más solicitado a los genios y demonios. También le pediría una mujer que sea idéntica a la que pienso para mí. Aunque te digo que la transo por Grillo si el Diablo me asegura que es sólo para mí y para toda la vida. ¿Te conté que el otro día soñé que me casaba con ella y que vos eras el testigo? Te lo juro. –Se besó un índice que en su movimiento formó una cruz–. Me desperté sobresaltado y lo único que quería era saber si era verdad o no. Fue tan real... Lo único raro era que estaban mis abuelos. Y yo me ponía recontra contento y decía para mis adentros: "Qué bueno que Dios los haya dejado venir". Ah, para terminar, le pediría un Mercedes Benz mágico que, año tras año, se actualice solo.

El Gato miró su reloj apenas entrado el mediodía. Volvió su mirada hacia la puerta y otra vez hacia el reloj. Meneó la cabeza y acercó sus ojos al motor cuando escuchó a los perros ladrar como sólo le ladraban a ella. Pocos segundos después entraba en el taller con un mate cargado de yerba hasta donde empieza la borla de plata; la bombilla a un costado, haciendo de barrera entre el termo y el plato con galletas marineras; todo sobre una vieja bandeja. "Te atrasaste un poco", musitó el Gato con la cabeza debajo del capot, haciéndole señas con una mano como para que dejara todo sobre el banco de herramientas. Anita depositó la bandeja con delicadeza y escuchó que el mecánico le decía que él en persona lo iba a preparar y gracias. La muchacha bajó la vista hasta la punta de sus alpargatas y empezó a caminar hacia el fondo. El Gato la vio salir, de reojo, por el rectángulo de luz y después todo fue silencio. Una foto instantánea, una polaroid de tiempo. Volvió a mirar el reloj y sacó cuentas de lo que faltaba para verla salir otra vez. Ya no soportaba tanto silencio.