martes

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 7









Miraban la mañana gris y destemplada. Ricardo, con un suspiro de resignación, se puso a evaluar las consecuencias del granizo sobre el techo, el capot y el baúl; en ese orden. Pasó el dedo por una de las hondonadas en la chapa y sintió pena.

–¿Se te arruinó mucho, Richie? –Ricardo negó con la cabeza–. Menos mal. Tengo un poco de hambre. Mirá el cielo. Parece que va a estar así todo el día. ¿Volverá a llover?
–No. No va a llover hasta la nochecita.

La voz del Gato los estremeció. Emergió desde el centro de la tierra, secundado por sus perros. El cuzquito negro se acercó al auto, olió una rueda, levantó una pata y la regó con un chorrito de pis.
–¡Juiiira, Pancho! –Tronó el Gato, barriéndolo, en sentido figurado, con las manos. El perro se retiro con orgullo. Típico cuzco de pecho inflado–. Venía a preguntarles si quieren algo para desayunar antes de irse.
–Sí, me muero de ganas de tomar unos mates… ¿Me traería agua si le doy el termo? –Preguntó Ojota, mientras miraba cómo el cuzquito negro volvía a acercarse al auto.
–Perdón que me meta, pero… ¿Cómo sabe que no va volver a llover hasta la nochecita? –Preguntó Ricardo.
–Me lo dicen mis huesos, muchacho. Deme el termo –dijo dirigiéndose a Ojota. Volvió la mirada a Ricardo–. Cuando uno llega a mi edad y ha vivido en un lugar como éste durante tantos años, le conoce todas las mañas al clima. Y al tiempo, que no es lo mismo –dijo y arrancó con destino al taller, a buscar el agua caliente.

(Suponían que Loreto no podía ser un pueblo tan chico como para no tener al menos un atractivo. Horas después, se encontraron con un puñado de casas bajas, demasiado apretadas unas con¬tra otras en medio de semejante inmensidad. La única calle empedrada corta al pueblo en dos: de ella nacen callejuelas de tierra consolidada completando un trazado de rajaduras perpendiculares alrededor de una pequeña plaza. Sobre uno de los lados, hay una pequeña capilla, impecable; un club social y el edificio que hace las veces de intendencia, registro civil y empresa de correo y telecomunicaciones: ahí está el teléfono público. A dos cuadras, en una esquina amplia y arbolada, la pulpería a la que llegarán después de llamar a Buenos Aires, se muestra en falsa escuadra. Poca gente camina por los alrededores. Pero la plaza estalla cada vez que se festeja el aniversario del pueblo; la Navidad; el fin de año y el día de la Independencia. Un detalle: en Loreto no hay policía.)

Ni bien comenzaron a caminar, notaron que el piso estaba cenagoso. El lugar más cómodo para transitar era el desolado pavimento de la ruta. Una extensa llanura salpicada por grupos de árboles se adelantaba a sus miradas y se extendía como un manto sobre el mundo. El paisaje los hacía sentir adentro de una moviola; fondo cíclico de dibujos animados. Ojota iba mirando el borde del asfalto. Se vio haciendo dedo, siguiendo con la mirada el baúl que se achicaba en el horizonte del único automóvil que vieron pasar. Y, por primera vez, se preguntó seriamente:

¿Qué tiene que tener un tipo en la cabeza para venir a ponerse un taller en un lugar así? ¿Por qué no cerca del pueblo; a unas cuadras, nomás, si es que le da por estar lejos? Acá lo único que hay es soledad. Yo me muero de la angustia. Encima no pasa nadie... Quizás lo heredó. Y después le va a quedar a la hija. ¿Qué puede hacer la piba con el taller ése? Nada. Ni venderlo puede. Va a tener que conseguirse un marido mecánico que quiera venir a instalarse acá o abandonar este lugar y que se lo coma el tiempo…

Por delante, tenían la primera curva que cortaba la monotonía de ese tajo que llamaban ruta. Detrás de un racimo de árboles, Ojota descubrió el primero de los tres únicos caminos que se abren antes de la entrada a Loreto. Sin siquiera sospechar que hubiera otro, su corazón le dictaba que ése era el desvío que había tomado la muchacha la tarde anterior. Miró su reloj, cronometró dos horas y cuarenta minutos de caminata y supuso que ella podía hacerlo en un poco menos de tiempo. Se miraron de soslayo. La soledad del paisaje les apretujaba el corazón: eran dos lobos de una manada diezmada, cruzando la estepa con las patas vencidas de haber sobrevivido.

–Ojota, ¿por qué me acompañás hasta el pueblucho ése? Me di cuenta de que tenías ganas de quedarte –Ricardo contuvo una risa y su nariz sonó como una corneta de cartón–. Sabés que tengo un sexto sentido, como las arañas. Además, el interesado directo en el repuesto y en llamar por teléfono soy yo.
–Soy tu amigo, ¿no? Hicimos todo el viaje juntos hasta acá y lo vamos a hacer juntos hasta llegar a nuestras casas. Además de eso, hay algo que no tenés en cuenta: ¿y si quisiera llamar a alguien para decirle algo? –Ricardo lo miró con picardía.– ¿Qué? ¿No puedo?
–¡Hmmm! ¡Qué susceptibilidad! Me parece que hay una se–ño–ri–ta que te gusta. Te la tenías bien guardadita, ¿eh? Decime cómo se llama.
–No sé cómo se llama. –Ojota se detuvo un paso adelante de Ricardo que lo miraba fijo.
–A ver, Einstein, explicame cómo vas a llamar a alguien que no sabés cómo se llama, ¿eh? Si no me lo querés decir por cábala, lo entiendo. Yo también tengo las mías. ¿Te conté que para las primeras citas uso siempre el mismo calzón rojo? –Ojota negó con la cabeza–. Me ha dado buenos resultados. No importa. Volviendo al tema: no me podés decir que vas a llamar a alguien y que no sabés el nombre…
–No lo sé y punto. Tampoco tengo que andar contándote cada cosa que me pasa, ¿no? Además sabés que cada tanto pienso mucho en Pat.
–¡Ahí está la madre del borrego! La Famosa Pat. Enterate: Pat ya fue, querido. ¿No te echó al Diablo, acaso? Seguro que ya está con otro. Las mujeres son así, Ojota. Parece que tuvieran las heridas del corazón con bordes de velcro. Las cierran, te pasan a la historia y mientras vos estás desangrándote en algún lugar oscuro, ellas están meta bailar con uno que se las llevará a su casa esa misma noche. Y Pat, disculpame que te lo diga, no es la excepción a la regla. Además no es de hombres andar arrastrándose atrás de una mina que te puso de patitas en la calle…

Desde lejos vieron llegar –y luego pasar– a un ciclista de enrulada cabellera, concentrado en el asfalto, y mucho después a un arriero con un grupo de vacas al trote; imagen que les pareció una manifestación en semejante soledad. Ojota las calculó en pares de zapatos y asados de tira y lomos a la pimienta. Ricardo reconoció para sus adentros que alguna vez le gustaría vivir en el campo. Levantarse a las cinco de la mañana a ordeñar alguna de sus vacas para tener leche fresca para su familia. Compartir unas entrañas asadas con la peonada cuando apenas despunta el alba. Recorrer a caballo la extensión de sus tierras. Aferrar a su chinita enamorada, pollera verde, blusa floreada y se puso a tararear un chamamé que le venía desde la infancia en la voz de la Pancha, la mujer que trabajó años en la casa de sus padres.

–¿Sabés? Me acordé de un chamamé que me cantaba la Pancha… Y no me olvido más del día que lo pasaron por la radio. Me estaba sirviendo el desayuno, me lo acuerdo patente. Escuchá: "Me voy p'al pueblo con–la–pil–cha domingueee–ra /camisa blaan–ca, corbata neee–gra /en–la–cintura–faja–roja y corra–leera /haciendo juego con mi cinto e' yacaré..."

Partieron el silencio a carcajadas. A Ojota le saltaron lágrimas de los ojos. Y desde el pórtico de la risa vieron la silueta de Loreto en medio de la llanura.