martes

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 5









De repente, sintió nostalgia por la ciudad. Lo oprimía esa calma que entra por los poros, se irradia hacia el pecho y envuelve el corazón como un guante de seda. Se quedó contemplando el tajo del horizonte: el sol comenzaba a declinar y la luz a tornarse naranja. A Dios se le había dado por hacerse el poeta esa tarde. Los nubarrones llegaban desde la izquierda y eran arrastrados hacia lo alto por la caída del astro rey. Pesadas vacas oscuras en el cielo. Voluptuosas de leche transparente, inodora, incolora e insípida. La luna clavada en un paño profundo que se fundía a negro, lentamente. Sintiéndose dentro de una linterna mágica, bajó la mirada hacia sus manos entrecruzadas. Estiró los dedos muy despacio y vio cómo cambiaba la forma de su dermis; cómo se profundizaban los surcos. Encogió los dedos resumiendo los plegamientos de la tierra aún caliente, la formación de las sierras.

El viento era un aliento fresco que presagiaba tormenta. Alzó la cara y se dejó acariciar por los recuerdos. Las tardes en su casa, escuchando música en un combinado; los parlantes que parecían hechos de una arpillera fina, bordada con hilos de oro verticales. Sintió la textura en la yema de los dedos y se los fregó para ahuyentar su burbujear. Y otra vez el empedrado y el calor sofocante; el olor a kerosén del piso del viejo almacén y la primera vez de la espuma de la cerveza y su fresco devenir. Tuvo una certeza: las horas transcurridas son bombas neutrónicas: nada queda en el presente de aquél pasado. La escenografía, al fin y al cabo, nunca es más que un capricho de las circunstancias. Había dejado de creer en el destino. Se acarició levemente la cabeza y sintió la superficie irregular de su cráneo. Un cráneo duro y áspero que sirve de cofre para sus pensamientos. Su lugar privado (de íntimo y de privaciones). Arrincona recuerdos; los sonidos se diluyen en un vitreaux de Otros resonando.

Escuchó la puerta trasera del taller y miró la hora. Sacudió levemente la cabeza, volvió a entrelazar las manos; la mirada en un punto fijo. Anita caminaba sobre el pasto y se detuvo detrás de la silla en la que estaba sentado el Gato. Amagó tocarlo con una mano en el hombro y se detuvo a mitad de camino. Pacientemente esperó, en vano, que el hombre se diera vuelta. El Gato creía adivinar los latidos del corazón de ella haciendo coros con el no tan lejano croar de las ranas. Le hizo una sola pregunta. Anita sacudió la cabeza negativamente, a espaldas de él. El Gato siguió el movimiento que producía la sombra de ella, alargada hacia un costado, den­tro del cono de luz de la lámpara del camino. Le dio dos órdenes. Esta vez la sombra alargada hizo un vaivén de asentimiento y el Gato sonrió reconfortado. Anita caminó hacia la casa llevándose consigo el murmullo del pasto recién pisado, la cabeza gacha. El Gato gritó su nombre y ella se detuvo en seco. Le dio una última orden como si le hiciera un favor. Anita entró sigilosa a la casa y pasaron casi cuatro minutos hasta que salió de nuevo con una botella de vino, un vaso y abundantes fetas de jamón y queso recostadas entre dos panes frescos. Que no se olvidara, le recordó, de entrar la ropa. Alguien dio unos golpes en la puerta de chapa. El viento soplaba fresco. Se venía la tormenta.