viernes

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 4






¿De dónde venía? Ojota esperaba a Ricardo al costado de la ruta desierta, con la cabeza rayando –como una púa fuera de lugar– preguntas sobre la vida, y la vio venir de esa zona borrosa donde el atardecer comienza a cederle el paso a la noche. Primero un puntito indiscernible: un can, una bicicleta, ella; todo era posible. La vio acercarse sin quitarle los ojos de encima. ¿Estaría pensando que se le había hecho tarde y que el Gato se iba a poner como una furia? Si era así, él podría defenderla atacando al malvado mecánico con alguna de sus herramientas más pesadas. Lo vio cadáver en el piso. Quizás Ricardo tenía razón: se propuso hacerlo si era necesario. Repasó la secuencia, con más detalle.

No quiere llegar pero sabe que si no aprieta el paso va a ser peor. Viene caminando en falsa escuadra. Tropieza con una rama o algo así y trastabilla. Algo a la altura de la boca del estómago se me subleva. No. Se me subleva, no. Es un géiser silencioso, repentino y fugaz como el mínimo segundo que la muchacha tarda en recobrar la vertical. Yo intuyo que ya me vio.

Giró la cabeza para el otro lado y la soledad le devolvió la certeza de que Ricardo no aparecería hasta pasado un rato más. Se había metido en el baño del taller ni bien supo el precio del arreglo del auto y no había asomado la nariz. No por cobardía sino de puro organismo sensible a las noticias fuertes. Un clásico en la vida de Ricardo.

Ya está más cerca... Piensa que lo mejor es decirle que no se dio cuenta de la hora, charlando con su amiga. ¿Tendrá amigas por acá? Bueno, supongamos que sí... Se entretuvo charlando y cuando se quiso acordar... ¡Paf! Sopapo del Gato. ¡Qué hijo de puta! Momentito… Primero tiene que llegar y mirarme a los ojos. Estar a unos pocos metros de distancia. Y querer disimular las miradas que me hace con un extraño pestañear. ¿Esa ropa tenía puesta? Puede ser... Y pasa y me mira así con esa mirada única que me imagino. Y va girando la cabeza en cámara lenta. Vuelve la cabeza hacia delante y el pelo se le sacude. Y entonces le miro las caderas redondas que me llaman como una manzana que quiere ser mordida. Yo tiro el cigarrillo...

El pensamiento le dio ganas de fumar y se preguntó por Ricardo por enésima vez. Largó la primera bocanada con la cara hacia el cielo de luz agonizante. El atardecer no iba a tardar mucho en caer dormido.

Tiro el cigarrillo y la sigo, a media distancia. Se mete en el taller y deja la puerta entreabierta. Me asomo con el corazón latiendo como si hubiera corrido muchas cuadras. Miro por la rendija y veo que se acerca silenciosa al Gato, que está sentado de espaldas a mí; encorvado en una silla, pensando. No levanta la mirada y le dice en un susurro: "Donde; con quién; haciendo qué; por qué hasta esta hora". Le responde punto por punto con precisión hasta que le dice que no se dio cuenta de la hora, que se entretuvo charlando... ¡Paf! Sopapo del Gato. Se para y le vuelve a pegar. Y ella se tropieza y cae como... como... ¡Cómo cae? La sangre me hierve. Agarro una de esas llaves inglesas gigantes y abro la puerta de una patada, ¡plum!, doy zancadas y cuando el Gato va a darle otro golpe, el peor, advierte mi presencia y se da vuelta y bajo la mano con la llave inglesa y el cráneo del Gato primero cruje como madera y después cede como telgopor. Cae rendido a mis pies. Sin tiempo de agarrarse de nada. Casi sin haberlo notado, supongo. Ella va reculando con la cola apoyada en el piso y un brazo cruzado delante de la cara. Dejo caer la llave inglesa que hace un ruido acampanado seguido de un breve tintineo. Me acerco y le ofrezco mi mano. Primero duda, después se agarra fuerte, trenzando sus dedos en los míos. Con suave tirón la levanto hasta mí. Y ella hunde su cabeza en mi pecho. Uy, ya está acá. ¡Qué lástima! Justo que iba llegando a la fuga, ¿será posible?

La muchacha estaba a menos de diez metros. La miró fijo y ella disimuló su mirada con un extraño pestañear. Cuando pasó delante de Ojota, le dio una mirada fugaz y de soslayo. Apresuró un poco el paso. Ojota tiró el cigarrillo y giró mirando a la chica ir por el camino que daba al taller. Sus caderas no tenían la forma de manzana que recordaba. Levantó la vista hacia el pelo y solo se balanceaba en el leve pendular pesado de una trenza. ¿Tenía trenza antes?, se pregunta Ojota en el momento en que la muchacha se cruza con Ricardo que camina en sentido opuesto, hacia la ruta.