martes

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 3







El camión rojo estaba estacionado junto al hipotético cordón de la vereda en el cual estaba sentado. Con los pies, dibujaba círculos concéntricos en la arena. Las puntas de sus ojotas se velaban de un beige finito y sacudía los dedos provocando un chasquido de piel. Cada tanto pasaba la suela de plano sobre la arena y volvía a empezar. Miró hacia arriba y vio un celeste de nubes infladas que huían hacia el mar. Una mariposa sobrevoló a pocos metros. Se posó cerca de sus pies, entre él y el camión rojo. La miró aletear, las patas finas como hilos negros apoyadas en el suelo: se abría y cerraba como un libro mágico. Cuando alzó los ojos para seguirla en su vuelo a quién sabe dónde, entró en cuadro la silueta de la chica de enfrente. Lo miraba desde el rellano de la puerta, ahí nomás cruzando la calle de arena. Tenía un jean azul y una remera blanca; el pelo recogido en una trenza que caía en picada, pesada y negra, por sobre el hombro derecho.

¿Qué le digo? ¿Qué le dice un varón a una chica para decirle que le gusta, que le dan ganas de besarla? Y me sigue mirando... ¿Le gustaré? Soy un salame. Si ya le están creciendo las tetas quiere decir que le gustan los más grandes.

Siguió el rastro de unas hormigas sobre la tierra. Cada tanto, levantaba la vista para asegurarse de que la chica de enfrente seguía ahí haciéndose, también, la distraída. En uno de esos vaivenes, registró que entre sus manos sostenía un piolín agrisado. Lo recorrió con la mirada como si recién lo descubriera, hasta que vio el nudo en el paragolpes del camión rojo. Sintió que una súbita vergüenza le trepaba por los cachetes. Temió que el fuego de su cara se notara desde la otra vereda. Se levantó, tiró de la piola y el camión Duravit rojo comenzó a girar sobre sus ruedas, paralelamente al hipotético cordón de la vereda, dejando un surco liviano y entrecortado a su paso. Con dificultad trepó la loma, dando panzazos contra el piso, hasta rodar volcando el contenido de su caja. Arrastrado, el camión se llevó en su último trayecto una porción de su infancia. Lo dejó en el que era su cuarto. Fue hasta el baño. Se bajó los pantalones y se preguntó cuánto tiempo le llevaría crecer para gustarle. Recordó la figura, la trenza densa sobre un montecito blanco. Se levantó el pantalón. Se miró al espejo y salió.

Ese es el recuerdo que se le presentará a Ojota cuando, por el camino que llega hasta la puerta del Taller Del Mar, aparezca un camión rojo. Pero en este momento, tiene la mirada fija un par de centímetros delante de sus pies. Camina sobre el pasto que le humedece la punta del calzado. Siente la alfombra mullida cediendo bajo su peso; las plantas de sus pies se acomodan a la suela que, a su vez, se hace eco de las deformidades del piso. Deshoja la margarita de los recuerdos pétalo a pétalo, saltando de una imagen a otra: arma un rompecabezas imposible de ser reconstruido que gira y gira en el pasado mostrándose como un calidoscopio de sí, de sus otros y de sus otros tiempos.

–¿En quién pensás, Ojota? –Preguntó Ricardo poniéndose a la par, con una sonrisa que pretendía ser pícara.
–Ehh... Que sé yo. En nadie en particular. ¿Sabés? Hay momentos en que me pregunto muchas cosas. No todas al mismo tiempo, claro.
–A mí también me pasa. Pero ahora me paso mucho tiempo pensando en el punzuá.
–Ya va a llegar y nos vamos a casa de una vez, Richie.
–Yo me preguntaba recién: ¿quién te parece que es la minita ésa?
–¿La que se fue hace un rato?
–¿Qué? ¿Pasó alguna otra y yo me la perdí? –Preguntó Ricardo girando la cabeza de forma exagerada.
–No, pero por ahí estabas pensando en esta otra chica que me contabas en el auto. ¿Cómo era que le decías? –Preguntó Ojota y se prendió un cigarrillo.
–Grillo.
–Esa misma. –Estrujó el paquete para calcular la cantidad de canutos de tabaco que quedaban–. Qué ocurrencia decirle así.
–Pero no es que yo le digo así... Grillo es el apellido. Y ahí todos se llaman por el apellido. Como en una oficina. De hecho, algunos laburan juntos. Grillo labura con Fassiano, que es una que se tiñe el pelo de colores; Miranda, que es una gordita más rápida que los cuises; y uno que no sé bien cómo se dice, Klumfer, Clumper..., que es su compañero de escritorio. Cuando él atiende el teléfono, le esquivo al apellido. No importa… Yo te decía esta otra.
–Para mí que es la hija del Gato –afirmó Ojota haciendo el gesto de una apuesta.
–No creo... ¿Y dónde está la madre?
–Qué sé yo, Richie. Por ahí se murió o algo así. ¿Viste que raro que está el cielo?

La calma reinante parecía acentuar el murmullo repentino. Se acercaba sin pausa. Levantaron la cabeza al unísono pero el paisaje no se había modificado. El murmullo mutó en el inconfundible sonido de un motor diesel. Se detuvieron y esperaron, nunca supieron cuánto, hasta que la trompa roja del camión enfiló hacia la gomería–taller. Ricardo lo miró desde una perspectiva profesional: un modelo viejo; la pintura no era, ni de lejos, la original...

Pero, ¿qué marca es? ¡Será posible! Esa trompa es inconfundible pero no puedo sacarlo... Me debo estar poniendo viejo. Olvidarse es cosa de viejos… Si le pregunto a Ojota me puede decir cualquier barbaridad. –Chasqueó los dedos–. Tenía un escudo… ¿Qué hizo el camionero con el escudo? Mejor me fijo atrás, a ver si me oriento un poco.

Ojota no lo miró desde ninguna perspectiva, lo descubrió de repente: la trompa compacta; el mismo color rojo; las tazas de las llantas como soles remachados... Como un flash, le apareció la imagen del Duravit de costado y tiró del hilo gris arratonado del recuerdo que comenzó con el camión rojo estacionado junto al hipotético cordón de la vereda y sus pies y los círculos concéntricos y...

¿Qué se habrá hecho de aquella piba? ¿Ana María Cuánto era? Uno tendría que guardar los teléfonos de gente como ella. Si lo tuviera, ahora mismo la llamaría. Quizás todavía es la casa de sus viejos… Y yo la llamo un domingo al mediodía y justo atiende ella. Hay ruido de niños y siento un nudo en la garganta. Tengo ganas de hablarle pero otra vez no se qué decirle. ¿Qué le dije aquella vez para robarle el beso? Ella va a decir “hola” un par de veces y yo, todavía anudado, voy a empezar a sentir sudor en mi frente. “¡Hola!”, dice por tercera vez, ya impaciente y a punto de cortar. Entonces me acuerdo de las palabras exactas y se las repito con voz clara y de hombre. Y me imagino la cara de ella, como si le hubieran dado un mazazo de tiempo, buscando como busca una computadora un dato escondido en lo más hondo de su selva. La madre se asoma preocupada y ella, con un pulgar para arriba, le dice que está todo bien. Empieza a sonreír porque no tarda en encontrar lo que está oculto en el pasado; lo que se despertó de golpe, bramando como un trueno. Entonces ella me repite, después de años, las exactas palabras que me dijo y pongo mis labios en el teléfono, le mando un beso y corto. Fin. Una sola vez la llamé después de esas vacaciones.

Vio al Gato saludando al camionero y sintió en su mano el aliento caliente y húmedo del cuzquito negro que se estiraba sobre sus patas traseras. Le olisqueaba la punta de los dedos. Ojota se cruzó de brazos. El camionero trepó al interior de la cabina de lona poniendo un pie en el paragolpes trasero.

–Sabés que estoy haciendo un esfuerzo y no puedo acordarme de la marca de ese camión... –le dijo Ricardo a Ojota, volviendo a su lado.
–Duravit.
–¿Vos me estás cargando, Ojota?
–No. Me hace acordar a un camioncito de juguete que tenía. Incluso las ruedas, fijate el detalle de esas tazas...

El Gato bajó unas cuantas cajas con provisiones. Ricardo se preguntó seriamente cómo hacía para sobrevivir en ese desierto de gente. ¿Tiraba clavos miguelito en la ruta? El Gato juraba que no. Lo vieron ir y volver, con paso cansino, varias veces sin dirigirles mirada, sin pedirles ayuda. Agarraba una caja y se concentraba en el camino. Llegaba al taller, se perdía por la tubería de sombra y al rato aparecía. Los perros se le acercaban y él los espantaba. Caminaba como una mula, tranco corto, terco. Los brazos describían una extraña parábola y no había que ser vidente o mago para darse cuenta de que su humor era el de los peores días. Cuando terminó la faena de las cajas, le dio un apretón de manos al camionero, que se puso al volante e hizo arrancar el motor con un solo golpe de llave. Tocó una bocina musical y estridente y el cuzquito negro empezó a ladrar, saltando como un tirabuzón en el aire. El Gato se aproximó en silencio y se detuvo delante de Ricardo.

–Siéntame, muchacho... –Se puso el índice derecho en la sien buscando las palabras adecuadas–. Todavía no arreglamos el asunto de la plata. Digo... ¿Usted no se pregunta cuánto le va a salir el trabajito éste?
–O sea... Sí... Claro... –Un solo golpe y Ricardo quedó grogui contra las cuerdas.
–El Sr. Gato tiene razón, Richie –intervino Ojota tomando a su amigo de un brazo y llevándolo a la rastra unos pasos. Acercó su boca al oído de Ricardo–. Primero lo primero. ¿No decís eso siempre? ¿Cómo es posible, Richie? ¿Y si lo que tenemos no nos alcanza? ¿Y si se enoja? ¿Eh? ¿Vos te olvidaste del cuentito que me hiciste de que nos podía matar? ¡Y el tipo ya mandó a pedir el punzuá, Richie!
–¡Shhh! ¡Bajá la voz, pelotudo! ¡Si te escucha es peor! ¿Nos quedaba alguna otra posibilidad? No. Es el único maldito mecánico que hay en no sé cuántos kilómetros a la redonda… ¿O te olvidás de ese detalle? Vos dejame a mí, que de negocios sé más que vos. La gente del campo es distinta. Tiene otra idea del dinero. No viste que dijo que era honesto.
–¡Yo vi el tarro de clavos miguelito! ¡Te lo juro, Richie, por lo que más quieras! ¿Quién puede confiar en la honestidad de un gomero que tira clavos miguelito?

Ricardo giró sobre sus talones y se dirigió hacia el Gato. Abrió las manos, las palmas para arriba, y preguntó cuánto saldría el arreglo. El Gato sacó cuentas en el aire. Encogió los hombros y volvió a empezar. Dijo la cifra con precisión quirúrgica. Ricardo se quedó sin habla. Tenía la mente en blanco y sentía la lengua seca como una alfombra de arena.