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Capítulo 1: Circo de pulgas (fragmento)

Del millón de muertos en la batalla del río Isonzo, sólo sentía dolor por uno: su padre. En él pensaba cuando decidió pasar la noche en la casa abandonada. Abrió la puerta y una pequeña nube de polvo se desprendió del marco. El sol del atardecer tiñó de anaranjado las formas de los muebles corroídos por el tiempo. No eligió: el primer pórtico que atravesó daba a un cuarto con una cama que se combaba hacia el suelo, un par de sillas desvencijadas y una ventana apenas cubiertas con rahídas cortinas. Las imaginó desgarradas con uñas filosas, desesperadas, y miró para otro lado. Dejó su atado de ropa sobre una de las sillas. Del otro atado sacó el pan y el queso que había envuelto para la cena. Y una botella de vino que le serviría para combatir el frío, la soledad, los desaciertos. Se sentó en la cama y comió, alternativamente, un bocado de pan y otro de queso. Quitó el corcho de la botella y la empinó con tanto ímpetu que unos riachos violeta le bajaron por el cuello. Se tendió boca arriba; la ropa salpicada con sangre de Dios, que no redimía la de su padre derramada en una trinchera anónima. Volvió a tomar la botella y bebió de la misma forma desordenada hasta que la última gota entró a su boca. La soltó y cayó muda al suelo. Un sopor intenso comenzó a instalarse en su cabeza. Cerró los ojos y las imágenes armaron un collage indescifrable. Unos ruidos raros se apoderaban del aire. Un croar, un crujir, un chirrido. El dibujo de la cara de su padre, luces brillantes, pájaros en vuelo. Y cuando navegaba el sueño, escuchó la tos y el silbido.


Nadie abrió la valija en los últimos ochenta años: las llaves se las llevó el abuelo Giacomo a la tumba. Esa era la verdad familiar que se hizo añicos frente a la evidencia: una de las cerraduras estaba abierta. Abir la otra y el viejo aire europeo pasaría a ser parte del presente. Se recostó sobre el colchón mullido, las manos entrelazadas bajo la cabeza, y la valija se meció hacia su costado ¿Qué guardaba su abuelo ahí dentro que ni siquiera él quiso volver a ver? Lo paralizó un terror que era el resabio de la visión del Sagrado Corazón de Jesús que su abuela guardaba en el interior de su placard. El corazón ofrecido, arrancado, en llamas. Temió abrir la valija y encontrarlo seco como una tira de charqui, vieja y ajada. Giró sobre su cuerpo y la miró de frente. Con los dedos acarició la cerradura sin destrabar. Hizo presión hacia arriba y ¡chlak! la traba ascendió. Acercó su nariz a la juntura de las tapas y abrió un poquito. Aspiró hondo. Un aroma mezcla de tela, humedad y bosque fresco se desparramó por su nariz. Era el único ser humano de la tierra en aspirar un aire de ochenta años atrás. Consultó la hora en su reloj. El secreto de la valija latía ruidoso, llamándole la atención. Las manos fueron más rápidas que su temor a cualquier reprimenda familiar y, cuando quiso reflexionar sobre lo que estaba por hacer, ya lo había hecho: la valija abierta de par en par. Con los ojos ávidos por recorrer todo el interior, no llegaba a reconocer las partes que se elevaban desde lo que parecía ser un suelo ficticio, la tapa de un doble fondo. No había corazón disecado, no había restos humanos, no había armas, sólo elementos que se desplegaban como los troqueles de un cuento para chicos. Un cartel circense se abrió como un abanico cuando la tapa de la valija cayó sobre la cama. Con letras amarillas fileteadas en rojo y azul leyó: “L’Autentico Flea Circus”. Entonces todas las partes tomaron sentido.


Sin levantarse de la cama, Giacomo estiró su mano izquierda y buscó la botella vacía. Sus dedos se enredaron en el cuello de vidrio, encerrándolo con fuerza. Alguien silbaba como si no existiera la posibilidad de que otro hombre estuviese ahí. Se retrepó en la cama y esperó. Pensó que sería terrible su mala suerte si estuviera a punto de encontrarse con un saqueador o, peor aún, con el dueño de la casa abandonada. En la ciudad, la gente hablaba de lo que había pasado entre esas paredes sin que nadie nombrara lo que había sucedido. Nadie aseguraba un sólo acontecimiento pero sí que contenían un horror tan grande que no se habían inventado palabras para describirlo. Que el dueño, después de que hizo lo que hizo, se escapó sin volver a dar señales de vida. Unos pocos sostenían haberlo visto de regreso, cazando los fantasmas de las almas en pena para poder descansar en paz. Pero cuando la turba enardecida llegaba, decidida a lincharlo, ya no estaba ahí: ni ruidos, ni luces que se prenden y apagan de repente, ni siluetas recortadas en las ventanas representando la ubicuidad del Diablo. Se encomendó a todos los cielos y se puso de pie tratando de que los muelles de la cama no hicieran sonido alguno, pero no pudo evitar los chirridos imitando a grillos mecánicos. El silbante dejó de silbar. Una luz tenue se filtró por el rectángulo de la puerta. Su corazón pegó un salto y él saltó detrás. La luz fue creciendo en intensidad, proyectándose sobre la pared. En un jadeo llegó a la puerta y empuñó la botella llevando su brazo hacia atrás, listo para asestar un golpe. La luz del candil tembló en el aire y se detuvo mansa cuando el anciano que la traía dejó de caminar. Tenía frente a sí a la figura del hombre más blanco que vio en su vida. Más cerca de los patriarcas que de los asesinos, vestía con una sencillez que llamaba poderosamente la atención. Sobre sus hombros caía una fina cortina de pelo blanco. Sobre su pecho, la barba de nieve se precipitaba hasta la mitad de la camisa. Sin detenerse a pensar, partió la botella contra el marco de la puerta y apuntó hacia el viejo agazapando su cuerpo.

–En esta habitación ya han pasado cosas terribles como para agregar una más, –dijo el viejo con voz grave–. Sea razonable, deje eso. Desde hace algunos días estoy parando en esta casa porque me encontré con que no tengo dónde vivir. La Ciudad prácticamente no existe. No existe más. Mi nombre es Ciccio. ¿Cuál es el suyo?

Giacomo titubeó. No se recuperaba del aturdimiento de saber que sus sueños se disolvían, que todo se perdía: las casas, las almas de los muertos, las flores, las risas, los objetos, la tierra. El mundo se perdía en un estallido. Dejó caer el trozo de botella y dijo su nombre tratando de no balbucear.

–En La Ciudad no hay trabajo porque no hay ciudad, Giacomo. Así viejo como me ve, todavía tengo algo que me aferra a este mundo. Es algo que ha sido parte de toda mi vida. Desde que era pequeño. Siempre le pido a Dios que me lleve con él antes que perder lo único que me queda, mi única pasión. ¿Le muestro?

Giacomo asintió en silencio. No sabía por qué estaba escuchando al viejo sin siquiera preguntarle si era el dueño de esa casa estigmatizada. La penumbra lo abrazó ni bien Ciccio dejó la habitación en la que estaban, llevándose consigo el candil. Las sombras se dibujaron de una manera amigable y las tradujo como una buena señal de Dios. Repasó algunas oraciones en silencio por las almas atormentadas que en el pasado habitaron la casa en la que estaba. El viejo Ciccio volvió portando una valija de cuero negro que, con su peso, le ladeaba el cuerpo. Dejó el candil sobre la mesa y, ayudándose con la mano libre, subió la valija con delicadeza.

–Este es mi tesoro, Giacomo. Tenía un hogar y un amor eterno pero me los quitó el derrumbe de un edificio con los cimientos castigados por la guerra… O Gorizia, tu sei maledetta / per ogni cuore che sente coscienza / dolorosa ci fu la partenza / e il ritorno per molti non fu… –Cantó el viejo mientras pasaba su mano arrugada por el lustroso cuero negro. Suspiró tan profundamente que parecía que iba a morir–. Le presento el mundo de Ciccio… ¡Voilà!