martes

la herencia de lennon

Capítulo 1: Yo soy la morsa

La medianoche llegó como un dragón gótico de inmensas alas negras y él aún estaba junto a la ventana. Tenía los pies hinchados. El zumbido de un ciclomotor interfería en la pregunta que repetía para sí, sin respuesta, desde la mañana. Nada parecía tener vida salvo él y esa abeja metálica que le taladraba las sienes. El verano arreciaba en la ciudad y las copas de los árboles que veía desde arriba se acunaban dando señales de un viento leve. Las hojas que driblaban en el aire, repentinamente iluminadas por la lámpara de mercurio del patio, eran una invitación a otro mundo que estaba a apenas más que un palmo de distancia. Estiró su mano derecha y giró el picaporte de la ventana. Una brisa tibia le fregó la cara: fue un bálsamo, un barbitúrico de la naturaleza. Inspiró hondo, aunque no demasiado; sólo hasta que los pulmones empezaron a arderle. Tenía que dejar de fumar. La abeja metálica se alejaba y volvía, se alejaba y volvía, mecida por el mar urbano. Más lejos, apuntando una oreja para el lado del río, adivinaba el plop–plop–plop de un barco. Cerró los ojos y asomó la cabeza. Concentró su oído en el motor lejano del navío. Lo aisló del zumbido del ciclomotor, entomólogo del latir de la ciudad. El rumor del barco lo llenó de recuerdos. ¿Podría certificar su padre, el Barón von Fürstenberg, que el camarote del trasatlántico que él recordaba no era un producto de su imaginación? Si se dejaba llevar, comenzaba a oír el rugido de los motores, los ecos metálicos de las tuberías, los ecos metálicos de los pasos en los pasillos bajo cubierta, los ecos metálicos de las voces a lo lejos, los ecos metálicos de sus berridos de niño. Y el mar golpeando contra el casco. Ruido de chapoteo, virulencia de agua salada. Había días en los que podía oler el aire cargado de gasoil. ¿Sería cerca de la quilla el camarote en el que su padre, el Barón von Fürstenberg, lo embarcó junto a una de sus criadas? Aún ni se sostenía sobre sus pies en aquel entonces, pero seguramente ya había perdido las ganas de vivir. De su infancia, sólo tenía retazos muy borrosos; más sensaciones que recuerdos concretos; más suposiciones que certezas. El mundo comenzó a ser una escenografía sin sentido, una morisqueta. Un caos, una explosión de signos cada vez más complejos, cada vez más ilegibles. Y si su cabeza no estalló, en un sentido figurado, fue por todo lo que le brindó su familia adoptiva. Pero la muerte de Mamá Juana... ¿En qué estaría pensando Dios cuando se la llevó? En el mismo momento en el que ella murió, gran parte de su vida cayó estrepitosamente. Se sintió perdido, se hizo añicos. Escuchó una voz familiar a lo lejos. Decía palabras indescifrables, calcadas una y otra vez. Al fin y al cabo, la vida no era más que una superposición de nostalgias. Nostalgias traslúcidas como la piel de Mamá Juana. La cara de Mamá Juana. Las arrugas de Mamá Juana. Los ojos cerrados con un cierre negro de Mamá Juana. Esa voz familiar, que escuchaba en un susurro, le traía una tristeza furiosa como un vendaval. Puso las palmas de la mano en el marco de la ventana y movió las piernas. Un hormigueo ascendente le hizo dar cuenta de sus pies entumecidos, pies de berenjena, abarrotados de estar quietos. Pensó que perdía la vertical mientras la voz familiar le hablaba a la distancia. Tenía que acercarse si quería descifrar, de una vez por todas, qué era exactamente lo que repetía una y otra y otra y otra vez. Parado en el antepecho de la ventana, se inclinó hacia delante y la brisa lo abrazó, lo meció en un vals de verano. Cualquiera que lo viera desde abajo, imaginó, lo confundiría con una gárgola viviente; el eje vertical del cuerpo volcado hacia delante en ángulo agudo con el plano del piso, allá abajo. Las hojas de los árboles eran deditos verdes que lo llamaban. El zumbido de una moto en el aire. Los deditos que se sacuden impulsados por la prestidigitación de los árboles, magnéticos, hipnóticos. La voz que se repite y el motor de la moto que regula y la voz que empieza a aclararse. Es la voz de una mujer, sin dudas, y lo llama. El ronroneo del motor. Y la voz. Cierra los ojos y se vuelca más hacia delante. “Soltar los dedos de a uno” comienza a resonarle como consigna. Primero los meñiques. Después los anulares. Los medios y los índices. Sólo los pulgares están aferrados al marco de la ventana. La brisa viene desde abajo y trae con más nitidez la voz que lo llama y lo llama... Aprieta fuerte los ojos antes de soltar los pulgares. Los deditos verdes cantan su susurro sensual, cantan de alegría por él; porque saben, vaya si saben, que sólo los pulgares que cederán en un instante los separan. ¿Qué pensaría mi padre, el Barón von Fürstenberg, si me viera en este instante?, se preguntó. Abrió los ojos y vio la moto sobre la calle mal iluminada. Ya había visto la misma escena en una película en blanco y negro. Era la moto negra de Pamela con Pamela encima, el casco debajo de un brazo, saludando con el otro y repitiendo su nombre. Entonces los pulgares se aferraron como garras. Y los otros cuatro dedos de cada mano, también. Y la brisa cedió, el desconcierto se evaporó y los deditos verdes dejaron de llamarlo, dejaron de cantar.

–¡Lito! ¡Lito, bajá! ¿Qué hacés ahí que no bajás?