martes

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 1







Ojota escuchó el repiquetear de la lluvia dentro de la cabina del auto. Linda mañana, un poco fresca, pensó mientras escrutaba el cielo despejado a través del parabrisas del auto. El sol débil que no alcanzaba a calentar. Truenos en los auriculares. La lluvia insistía sobre el tintinear del platillo, el staccato del bajo y las notas del piano que le recordaron las tardes de domingo en las que aporreaba su Hammond. Su mirada se encontró con la de Ricardo que esbozó una sonrisa cargada de nostalgia. El sonido de la lluvia quedó sepultado.

Pobre Richie... Parece un león enjaulado al que no le quedan ganas ni de recordar qué es la selva, porque recordarla sería desearla con toda el alma. Está entregado. ¿Cómo se me pudo ocurrir que era buena idea acompañarlo a Paraguay para contrabandear ropa y discos y calculadoras, relojes y equipos de audio, alguna videocasetera y...? Todos simulando ser lo que no son. ¿Y yo? ¿No simulo, acaso, ser lo que no soy? En fin… Como decía mi abuela, si estás en el baile tenés que bailar. Extraño a Pat.

Riders on the storm
there's a killer on the road


La camioneta del Gato apareció en la ruta, envuelta por una cortina de humedad evaporándose sobre el asfalto. En otra circunstancia, esa distorsionada visión le hubiera provocado temor o una morbosa curiosidad, pero Ojota sintió alivio. ¿Quién otro podía ser sino el mecánico de quien les habló el camionero que se detuvo a ayudarlos unas horas antes? Por esa ruta no pasaba nadie. Ni siquiera el tiempo, pensó. Sin embargo, contó los segundos hasta que el Gato estacionó la camioneta delante del auto de Ricardo. Detuvo la música de The Doors y se quitó los auriculares. Mientras bajaba del auto, vio a un perro de color indefinido lanzarse al suelo, saltando por la ventana del acompañante de la camioneta. Y al Gato que abrió esa misma puerta, agarró a un cuzquito negro –con el cuidado con el que se manipulan residuos tóxicos– y lo soltó sobre la tierra. El mecánico apenas saludó con un movimiento de cabeza. Ojota bajó la mirada y vio al cuzquito sentado estoicamente como estatua de carbón. Los dientes de abajo se le adelantaban a los de arriba, lo que le daba un extraño aire de ferocidad. Entrecerraba los ojitos y tenía un rictus de serenidad; al menos eso pensaba Ojota. Envidiaba el aire despreocupado que suelen tener algunos animales cuando están lejos de la ciudad. Tal cual él, pensaba. El Gato recorrió el auto de punta a punta, observándolo como el médico observa la piel de su paciente. Se refregó los labios. Se agachó frente a la rejilla del capot y olió.

–Abra el capó, joven... –Ordenó el mecánico.

Ricardo abrió la puerta y jaló una manija forrada en plástico rugoso. El capot del auto hizo un quejido seco y se elevó unos centímetros sobre su lomo. El Gato lo abrió y lo trabó en una sola maniobra, para culminar la coreografía con su cabeza sobrevolando el motor. Olió cerca de una tapa redonda, del tamaño de un plato, sujeta a un tornillo por una tuerca mariposa. La retiró. Debajo de la tapa estaba el filtro de aire que, a Ojota, se le ocurrió pariente de las torteras de su madre.

–Demasiado olor a nafta. Póngalo en marcha cinco segundos, muchacho. Pero... ¿me oyó? Cinco segundos. Como máximo–máximo, diez segundos y me lo apaga. ¿Estamos? Cuando baje esta mano... Ni antes, ni después.

El Gato sostenía la mano en el aire. Firme. Ojota sentía que por la espalda le corrían algunas gotas de transpiración. Ricardo tenía la vista clavada en la mano del mecánico. El sudor le copó la frente. La mano del Gato se desplazó de arriba abajo en un santiamén. Ricardo giró la llave plateada y el auto hizo unos gruñidos. Cinco segundos exactos. Y se desplomó. Ricardo tenía la cabeza entre los brazos con la actitud de quien encuentra la respuesta correcta para la pregunta equivocada. El Gato volvió a levantar la mano.

–Una vez más. –El Gato bajó la mano, el auto hizo un estertor ahogado–. Suficiente. Muy bien... Es el punzuá –rumió el diagnóstico después de un silencio teatral.
–El ¿qué? –preguntó Ricardo con una cara en el límite entre el disgusto y la incredulidad.
–El punzuá, muchacho, el pun–zuá.... ¿Siente el olor a nafta? Bueno, le digo que tiene el punzuá roto. Y pierde nafta. Mire... Acá en el carburador. El punzuá es una pieza fundamental... Oigame bien: fun–da–men–tal. Es como que entra y sale, ¿se da una idea? Así, ve... –Hizo un gesto apretado y obsceno, metiendo un dedo dentro del hueco del puño de su otra mano–. Y bueno. Hay que remolcarlo hasta mi taller y pedir el repuesto por teléfono, a no ser que usted tenga un punzuá en la guantera. Le digo la verdad: tuvieron suerte de que no se les haya prendido fuego el motor. Dejar eso así es un peligro –concluyó, fregándose las manos en el jardinero azul.
–El punzuá... El punzuá… –Repetía Ricardo, hipnotizado por el descubrimiento–. El punzuá...
–Con suerte, en unos tres días, el repuesto está por estos pagos.
–¡¡Tres días?? –Ululó Ricardo–. ¡No puedo esperar tres días! Ojota, decile que entienda que no puedo esperar todo ese tiempo... Qué... Decile… Decile que estamos en un viaje de negocios que no puede esperar.
–Richie, pensá fríamente: ¿qué otra posibilidad tenemos?

Ricardo evaluó y descartó, una a una, las alternativas imposibles que se le ocurrían: OVNI’s que los abducían y los dejaban en la puerta de su casa; la ayuda divina y la mano de Dios que toca el motor, y lo revive; un motor eterno, irrompible… Optó por lo más sensato y se subió a la camioneta en silencio. Clavó la mirada en el borde de la ruta, allá en el horizonte, donde se aplana como una hoja de afeitar. Pensaba en sus anteriores viajes al Paraguay, recorría los recovecos de su memoria para hallar un momento similar al que estaba viviendo. Y de pronto recordó cosas que tenía olvidadas. Se había ido a recorrer las zonas difíciles de su psiquis. Perdido en un bosque de preguntas trataba de hallar correspondencia entre dos recuerdos cuando la camioneta se sacudió y el motor del guinche comenzó a enrollar la cadena. Sintió el peso de su auto mover el piso bajo sus pies. Pensó en cuánto tiempo le llevaría olvidar ese momento, en cuándo sería el día en que la cara del Gato desaparecería para nunca más volver.