jueves

el día menos pensado (los mecánicos también serán hijos de dios) - Capítulo 13









Barragán no se presentó en la mañana. Estaban solos, sentados a una enorme mesa de madera; frente a frente. El peón joven que los recibió la noche anterior la había cubierto de jarras, platos, panes y dulces. Las tazas ya no humeaban. Ricardo se desperezó ruidosamente y engulló un par de tostadas más antes de levantarse. Ojota deseaba ir hasta el pueblo a buscar el repuesto, llegar al taller del Gato y volver a la Capital cuanto antes. Se había olvidado de la chica: empezaba a sentir un súbito rechazo visceral por la chatura pueblerina. Sus pulmones pedían contaminación. ¿Sería que tanto silencio podía volverlo loco? Atravesaron el hall de entrada y la luz del exterior se abrió como un abanico. En el mismo lugar que la noche anterior, pero mirando en dirección contraria, estaba el parroquiano sentado en la misma carreta, vestido con la misma ropa: traje, corbata y zapatos negros, camisa blanca. Ojota se dio cuenta de que no había dormido. Ricardo bostezaba tranquilo porque sabía que la cortesía autóctona les iba a proveer de movilidad para la vuelta a Loreto.

–Buenos días, señores –saludó el loretino con gesto adusto–. Si les parece bien, pasamos por el pueblo a buscar sus cosas y de ahí los llevo hasta el Taller Del Mar.

Loreto parecía haber envejecido unos años en el transcurso de la noche. Derramaba un halo nostálgico hacia todos los puntos cardinales. El camino moteado de charcos de lluvia parecía agravarlo. El aire estaba pesado de tristeza. Ojota hizo foco en el repuesto.

Que ya tengan el pendorcho ése. Que ya tengan el pendorcho ése. Están todos de luto en este pueblo. Se murió la mujer de Barragán y ahora van a estar una semana llorando sobre el cuerpo inerte. Y cuando no quede cuerpo, la recordarán en su último vestido y las lágrimas le saltarán a los ojos. Me tengo que concentrar. Que ya tengan el pendorcho ése. Que ya tengan el pendorcho ése. Que ya tengan el pendorcho ése.

"Acá está", dijo el empleado del correo poniendo sobre el mostrador una cajita muy pequeña, envuelta en un discreto papel madera, en la cual se apoyaba una tarjeta que la doblaba en tamaño, con los datos postales. Ricardo y Ojota se miraron con sorpresa. ¿Ese era el reino del punzuá? Ricardo estiró la mano, tomó la caja en su puño y la guardó en el bolsillo de la campera. El empleado del edificio administrativo dijo entre sonrisas algo del pago del repuesto y del sellado contra–entrega y Ricardo hizo uso de su billetera. Ojota miraba a través de la puerta vidriada al parroquiano que esperaba pacientemente. ¿Qué estaría pensando? ¿En quién estaría pensando? La mano de Ricardo en su hombro lo sacó de la ensoñación. Caminaron hasta la carreta y subieron. En un santiamén, el pueblo quedó atrás. La ruta, el camino invertido. Ojota se dedicó a observar las manchas verdes que formaban los árboles en el horizonte. El cielo empezaba a despejar y los primeros rayos de sol caían en forma de cuña sobre la llanura. Vieron pasar los caminos laterales.

El cartel del Taller Del Mar estaba tan quieto que parecía una fotografía. No había ni brisa ni prisa que lo hamacara. Entraron con la carreta por el camino de piedras. El parroquiano se bajó de un salto y, sin esperarlos, caminó con paso firme hacia el interior del taller. La camioneta del Gato estaba muda y con el chasis casi pegado al suelo, fatigada. A Ojota el corazón le empezó a saltar en el pecho de sólo pensar que podrían llegar a presenciar una desgracia. Todo indicaba que una tormenta había arrasado el lugar, una tormenta furiosa con ráfagas de sangre. Temía por la vida de la chica; inocente criatura, sometida a los caprichos de algunos pactos oscuros. Vio la silueta del parroquiano detenerse en seco en el rellano de la puerta, fregarse las manos y hamacarse sobre sus talones. Cuando Ricardo y Ojota llegaron a su lado, el parroquiano les señaló con el índice una pared sobre la que se leía, en letras rojas, una declaración de principios: "Los mecánicos también somos hijos de Dios", y dijo:

–Algún día, Gato, quizás algún día... A partir de ahora, el mundo es pequeño, felino traidor, para dos hombres como nosotros.

Ricardo tardó en sacar los ojos de la pintada para ver el vacío que ocupaba el lugar de su auto, ajeno al resto de lo que pasaba a su alrededor. Entonces empezó a gritar como un demonio. Sacó la caja del bolsillo de la campera, la tiró al piso y saltó sobre ella.

–...y la reputísimamadre–quelo–remilparió–aeseGato–delorto! ¡Mi auto! ¡¡¡Quiero MI auto ya!!! ¡¡Y los paquetes!! ¡¡Mirá Ojota, todos nuestros paquetes tirados en el piso!! ¡Te dije que había que matarlo ese viejo hijo de puta! ¡No se quede así! –Agarró al parroquiano de un brazo y lo giró–. ¡Haga algo! ¡Lléveme a la policía! ¡¿Dónde hay policías en este lugar de mierda?!
–Le sugiero que se calme, amigo –dijo el parroquiano sacándose de encima la mano ajena. Su voz repentinamente grave, de ultratumba, tuvo sobre Ricardo el efecto de la música de un encantador de serpientes–. A los gritos no es cómo se tratan los hombres. Acá están pasando cosas más graves, mucho más graves, que el simple robo de un auto.
–Seguro que se lo afanó el Gato, Richie.
–¡Dios Todopoderoso, lograste el milagro de hacer pensar a mi amigo! ¡Qué bueno que me lo dijiste, Ojota, porque no me había dado cuenta! ¡Oiga que inteligente es mi amigo! "Seguro que se lo afanó el Gato, Richie" –lo imitó despectivamente con voz nasal–. ¡Y claro que se lo afanó el Gato! ¡Quién se lo va a afanar, si no! ¿No ves que se está escapando? Porque sabe que si no se escapa, se terminó el trato y viene… Y lo encuentra, o sea… Porque ya se murió la mujer… Si lo agarra... Se escapa de... O sea –giró y miró de frente al parroquiano–, usted… Entonces, ¡usted es...

El apellido Barragán quedó suspendido en el aire. Ricardo lo señalaba con su dedo índice apuntando a la altura del pecho; un dedo tembloroso que ponía en carne el inesperado descubrimiento. Balbuceó algo ininteligible y miró a Ojota que tenía la boca abierta como si estuviera viendo marcianos. Se quedaron mudos, sin poder articular palabra. Una luz, que se les antojaba endemoniada, recortaba al parroquiano en el marco de la puerta del taller. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y se quedó mirándolos un rato en silencio.

–Bien, ahora las cosas están más claras y todos sabemos con quién estamos hablando –dijo el parroquiano–. ¿Todavía necesita a la policía? La comisaría más cercana está unos cuántos kilómetros y ciudades para allá. En Santa Ana, pasando Villa Federación –dijo, volviéndose para leer la pintada otra vez–. ¿Quién iba a decirlo? Un hombre grande y sin palabra. Se debe haber encariñado con la mocita para enfrentarse sin temor a tanta furia posible –remarcó chasqueando la lengua–. Ahora no puedo dejar de hacer lo que tengo que hacer. Y el Gato nunca podrá adivinar cuál de las dos manos de Dios caerá sobre él, si la palma abierta de la compasión o el puño implacable del escarmiento. Y vivirá con el sabor amargo de la duda. Porque la venganza es dulce si para otros es hiel.

El parroquiano levantó la vista hacia la ruta. Ojota y Ricardo sintieron el murmullo lejano de unos motores. Les indicó, con una mano, que lo siguieran. Ricardo miraba el vacío en el taller, esa ausencia que marcaba el territorio del ultraje, hasta que su amigo lo agarró de la muñeca y lo puso en marcha. El parroquiano ya había llegado hasta la banquina y miraba tranquilamente el horizonte. Ricardo era arrastrado y giraba su cabeza para cerciorarse de que lo que vivía no era un mal sueño. En el fondo de la ruta apareció la silueta de una caravana.

–Esos que vienen allá son los del circo. Esta noche tienen función en Santa Ana. Con un poco de suerte, encuentran el auto. El Gato podrá ser todo lo hijo de Dios que pretenda, y aunque no le sobran luces, tratará de deshacerse de ese auto cuanto antes. En fin... Ya se acercan. ¡Ah! Permítanme que les de esta pequeña ayuda para que estén tranquilos con los gastos.
–Nosotros no... Don...
–Hágame caso –dijo el parroquiano–. No quiero desanimarlos pero lo más probable es que tengan que volverse en ómnibus. Los asuntos de la justicia, en estos pagos, siempre suele ser más que lentos. Así es como se tratan las cosas acá. –Cerró los billetes en el puño de Ricardo–. Ya se acercan.

Se paró en medio de la ruta. La cabeza de la caravana era una camioneta roja como el diablo, que frenó a escasos centímetros del parroquiano. El conductor bajó la ventanilla y lo saludó con respeto. Escucharon el nombre de la ciudad y un murmullo de cosas que sirvieron para que el conductor señalara con una amplia sonrisa la caja de la camioneta. El parroquiano le dio una palmadita en el hombro.

–Les dan un lugarcito atrás, en la caja de la camioneta. Me gustaría haberlos conocido en otras circunstancias, pero uno no elige el destino. Apenas si puede anticiparlo un poco que ya se disfraza y vuelve al ataque. Hay que trabajar mucho para torcerlo. De todos modos, es imposible volver el tiempo atrás. Les agradezco la buena compañía en uno de los peores momentos de mi vida. Les deseo que tengan mucha suerte. –Estrechó las manos de ambos–. Ah, me olvidaba de preguntarles algo... –Acercó su cara a las de los dos amigos–. ¿Qué van a decir si les preguntan por un tal Barragán?

Ojota y Ricardo lo miraron unos segundos en silencio, congelados en el instante anterior a que sonara el apellido impronunciable. El tiempo se plegó y se sacudió los segundos del lomo. Sin decir palabra, se subieron a la camioneta y se despidieron con una mano en alto. La caravana retomó la marcha y siguieron con la vista a Barragán, hasta que se borró en la distancia. Continuaron el viaje en silencio. Ojota se quedó con la vista fija en una nube a la que le dio la forma de Pat. La vio diluirse hasta parecerse a la amplia llanura que iba quedando atrás, donde la forma de la ruta simulaba la cintura de ella.