jueves

Intergalácticos

Una de las primeras cosas que hicieron fue advertírselo: nadie le iba a creer un pepino de lo que contara en relación a ellos, por lo tanto, lo mejor era callar. Si una relación de tantos años había comenzado con esa franqueza, no podía sino pensar que lo que sostenían respecto de un Universo Integrado era no sólo una posibilidad, sino una necesidad. Además había algo que le agradó desde el primer momento: el hecho de que lo eligieran. Que le confiaban su existencia (y, por ende, su máximo secreto; es decir, su futuro galáctico) a él, cuya discresión era su mayor virtud, le indicaba que, además de sinceros, eran discretos. Y eso siempre ha sido, para él, indispensable en toda revolución, en todo cambio realmente profundo. Profundo. Sea particular o universal, para ser revolucionario debe ser clandestino y no hay purismo de clandestinidad sin discresión. Se miraba al espejo y buscaba, en la profundidad de su rostro, la fuerza para sobrellevar con dignidad eso de ser el único humano en saberlo; ser El Oído de LaTierra; el par de ojos vigía. Si quería ser sincero consigo mismo, no podía dejar de reconocer que, la primera vez que los escuchó, sintió un pánico ancestral. No recordaba con exactitud cuándo, ni dónde, ni cómo. Pero recordaba relámpagos, o mejor rayos estruendosos que dividen el cielo a puras crepitaciones y rajas de luz blanca, intensa. Intensa como las voces cuando aparecen mezcladas en el ruido blanco de la radio. Cualquier otro hubiera pensado en una interferencia, en una ilusión creada por el azar de los sonidos. Pero él supo, desde el primer instante, que eso que escuchaba era un mensaje. No, no había abandonado todo ni había sido abandonado. No pasaba en su vida nada que no fuera dentro de lo que podía llamar común y cotidiano: alegrías pasajeras, desencantos profundos, peleas absurdas, recuperos brillantes, amores intensos, odios desenfrenados. Y el mascarón de su cara rompiendo el aire sobre un mar a veces turbulento, a veces calmo como la hoja de papel sobre la que se inclinó la primera vez y anoto, con mano temblorosa, lo que escuchaba o creía que escuchaba. Iba a necesitar armarse de una paciencia zen para enfrentar lo que se le iba a venir: no podía hacer oídos sordos. Su curiosidad era más peligrosa que la que mató al gato, así que lo mejor era no resistirse. En algún momento pensó en abandonarlo todo, en pasarlo a la zona del olvido forzoso. En otros, se sintió tan atribulado que creyó estar rendido. Pero, queriéndolo o no, allí estaban, afinando la sintonía, cada día más claros, cada día más cercanos. Lo primero que supo fue que eran auténticos porque no tenían la necesidad de declamar sobre su origen, ni hablar de la distancia recorrida, ni de lo que se ha dejado atrás. Toda conquista carece de nostalgia. Aun de clemencia. Releyó aquellas primeras palabras con un ansia voraz. Los tiempos en que no trabajaba en la oficina, los pasaba encerrado, tratando de descifrar, de traducir lo intraducible. Porque a eso se dedicó hasta que entendió que lo que sucedía no era un discurso encriptado -que mutaba antojadizamente en el tiempo... e, irónicamente, en eso se parecía al clima... y se rió de su propio chiste- sino una deficiencia en el ajuste de la sintonía de sus potentes transmisores y sus infinitos traductores computacionales para dar con el idioma apropiado. Y, como todos los descubrimientos, parten de la pura casualidad, del accidente. El gato que tenía entonces (y al que efectivamente lo mató la curiosidad unas semanas después) refregó uno de sus lados en el dial, corriéndolo lo suficiente como para detectar algo similar a palabras conocidas. Entonces todo fue mucho más fácil. Por eso ríe cada vez que recuerda aquellos trazos temblorosos, las gotas gordas de su sudor cayendo de la frente hasta el papel. En un par de ocasiones, directamente sobre un trazo de tinta. Una explosión en miniatura tiñéndose de negro, como si se hubiera desparramado su sangre. Lo mejor era dejarlas. Alguna vez había pasado su mano, su dedo o un secante, un trapo, vaya a saber, por sobre la gota que se teñía y fue peor: un surco como de babosa, más tenue, arrastrando otras líneas en el camino. Ahora se ríe de aquella fiebre de saber; ahora que sólo espera el momento en que le pidan que actúe; ahora que ya sabe la verdad y, a su modo, los conoce. Si lo piensa un poco, lo peor de todo fueron los primeros silencios prolongados. Sentía síndrome de abstinencia, su propio pavo frío decía, apelando a Lennon. No era mucho lo que entendía, pero alguien le había explicado eso del cold turkey y ya sólo importó que pavo frío era la expresión justa para eso que no podía evitar sentir en aquellos momentos en que las voces se suspendían por días, incluso semanas. En las últimas noches, en que no ha dormido más que un rato o dos, se le ha dado por pensar en que ya no hay tiempo que no les esté dedicado a ellos. Y, si hila más fino, sólo hay uno en el que nunca podrán estar a su antojo: el momento de dormir. Más precisamente en esas esquirlas de tiempo en el que otra lógica, paralela, transcurre; un tiempo que parece llevarse a las patadas con la gramática: el sueño. El resto de las cosas podían ser hechas mientras pensaba en ellos: trabajar, comer, bañarse, hacer sus necesidades, viajar y ya no muchas otras cosas. En definitiva, su vida se había convertido -y por ello estaba agradecido- en una hemorragia constante; en una pérdida por goteo, lento, inexorable; en una secuencia de abandonos. Por eso, esta mañana, al salir a la vereda con la silla y la radio, sintió cómo se borraban sus temores. Iba a ausentarse de su trabajo, por primera vez en forma voluntaria, sin explicaciones, sin decir agua va. Era una decisión importante. Lo sabía por el temblor incontenible, por el hormigueo que subió desde la planta de sus pies hasta su coronilla. Una hoja en el viento; el viento muta en tormenta. Y en brazos de sus agitados sentimientos prendió la radio: ya estaban ahí, esperádolo. No se había equivocado. Era su madre la que creía aquello de que Dios proveerá. Hilando fino, fino, como si sus ojos fueran microscopios que se internan en la trama hasta volver la tela lisa un cordón desflecado, una ramificación submarina, cada vez que su madre nombraba a Dios, elevaba la vista al cielo. Hacia el mismo lugar en que él busca referencias visuales de esas voces, desde donde espera verlos llegar, luminosos, amplios, exagerados. ¿No habría sucedido en la antigüedad, cuando el hombre era científicamente más ignorante, que seres similares fueran confundidos con Dios, con un enorme ojo, con una puerta hacia un más allá? Sí: era religión, en el estricto sentido del término, aquella fuerza que lo impulsa a seguir apostando a ser el emisario de un Universo Integrado. Se sienta a horcajadas de la silla. El temblor desaparece, el miedo se esfuma. Dios y el sol parecen ser dos señuelos; dos elementos de distracción, el telón que se descorrerá para poder ver la función completa. Una función verdadera y eclipsante, una otra realidad, otros valores, otra vida. Entrecierra los ojos y sonríe. Tiene todo el resto de su vida para esperar.